jueves, 30 de agosto de 2018

Jesús purifica - Evangelio del 02/09/2018 – Domingo XXII del T. Ordinario – Mc. 7,1-8.14-15.21-23



El Evangelio de este Domingo comienza hablándonos de los ritos de purificación que los judíos cumplían meticulosamente. De por sí, los ritos son gestos que se cumplen para que nosotros los seres humanos no nos olvidemos de las cosas valiosas, de valor para nuestra vida. Pongamos el ejemplo del rito de la celebración del cumpleaños de un ser querido: se da un abrazo, se felicita a la persona, se comparte un momento de fraternidad con los demás seres queridos, se comparten alimentos, el pastel, se enciende una o varias velas, se adorna el lugar con motivos celebrativos, hasta se rompe una piñata. Todos estos gestos, sobre todo, buscan comunicar a la persona festejada que ella es importante, que es amada y que todos nos alegramos por su vida y su crecimiento. De igual manera, a lo largo de nuestra vida cumplimos muchos otros ritos.
En los ritos de purificación, ciertamente son importantes los gestos y símbolos que se utilizan, pues buscan significar algo con precisión. Entonces ¿por qué Jesús denuncia a los judíos de su tiempo que sus ritos están vacíos y carecen de significado? Precisamente porque los ritos, que debían simbolizar la purificación que Dios realiza en ellos, se han contaminado, se han vuelto impuros. Se concentraron tanto en los detalles, que dejaron de lado a Dios, el único que hace posible la purificación por pura bondad y misericordia; su rito se convirtió en mera apariencia, en una actuación e hipocresía, porque no permitían a Dios cambiarles el corazón, purificarlos desde dentro a través de la conversión de vida, de la misericordia para con los demás, de la escucha y obediencia de sus Palabras y del sincero y profundo arrepentimiento.
Jesús busca hacerles entender que lo que les obtiene la purificación de su vida y sus pecados no es el cumplimiento exacto de normas o ritos exteriores, sino la aceptación íntima de la Palabra de Dios, que los perdona porque los ama gratuitamente y les indica el camino de la misericordia y amor al prójimo como vía exquisita y única de purificación. Lo demás es hipocresía. El amor recibido de Dios y donado a los demás obra la purificación de nuestros corazones y por ende su conversión profunda. No hay purificación sin conversión: la caridad borra una multitud de pecados.
A partir de estas pocas consideraciones, preguntémonos: ¿qué ritos religiosos que hoy yo cumplo, los considero algo esencial? ¿Son meros ritos exteriores o me ayudan en mi camino de conversión? ¿son sólo apariencia o me empujan a la caridad y misericordia con mi prójimo? ¿me hacen sólo sentirme en paz con Dios o comunican paz en modo concreto a mi alrededor? ¿Qué obtengo o qué espero obtener de esos ritos? ¿suerte, protección contra los poderes del mal, beneficios materiales, salud, amor, dinero? ¿o acaso un corazón dispuesto a obedecer y fiarse de Dios en cada una de sus Palabras? ¿He caído en una religiosidad hipócrita? Démonos cuenta que fácilmente se puede pasar del verdadero rito religioso a los ritos mágicos, llenos de superstición, apariencia y ambigüedad.
Jesús es claro con nosotros: “Escuchen todos y entiendan: No hay nada afuera del hombre que, al entrar en él, pueda contaminarlo. Lo que lo hace impuro, es lo que sale de él”. Al decir estas Palabras, Jesús nos da a entender que ningún hombre es impuro desde su nacimiento, o a causa de su nacionalidad, raza, inclinación política, religión, condición social, económica o cultural. También está destruyendo ese modo de pensar humano que distingue en clases sociales, de primera o de segunda clase: ninguno debe considerarse no deseado, o bastardo, o indigno. Son las obras del hombre y la mujer, las que nacen desde su interior, que lo hacen puro o impuro. Dios no hace a unos impuros y a otros puros. Él solamente ama, santifica, perdona, levanta y salva. Dios respeta y ama nuestra libertad, que es don suyo, y pone en nuestras manos el poder aceptarlo o rechazarlo en nuestra vida. Al morir y resucitar Jesucristo y obrar así nuestra salvación, ha puesto al alcance de cada uno de nosotros, el don de su gracia y salvación, el don de ser hijos suyos. Dios desea amarnos como a hijos en Jesucristo. Él nos busca incesantemente, dispone todo para que nos encontremos con Él. Nosotros elegimos seguirlo o no seguirlo. ¿Recuerdas lo que les dijo Jesús a sus discípulos en el Evangelio del domingo pasado? ¿También ustedes quieren irse? Jesús no detiene a nadie. Dios es feliz si lo elegimos, pues Él es feliz si encontramos la verdadera felicidad. Y me atrevo a decir que Dios se entristece cuando uno lo rechaza y conscientemente le dice: “no, Señor, yo no quiero seguirte, Tú no me convences”. Ciertamente Él permanece fiel, abierto y ansioso a que en cualquier momento miremos hacia Él y nos decidamos por Él.
Regresando a las obras que hacen impuro al hombre, el Evangelio menciona las siguientes: “De dentro, del corazón del hombre, salen los malos propósitos: las prostituciones, los robos, los asesinatos, los adulterios, la codicia, la malicia, el fraude, el desenfreno, la envidia (avaricia), la blasfemia, la arrogancia, el desatino (insensatez, necedad, estupidez). Todas estas maldades salen de dentro y contaminan al hombre”. Sorprendentemente, ninguna de estas obras o actitudes van dirigidas a Dios, sino a los seres humanos, lo que significa que lo que hace impura a una persona es el daño a la vida de los demás, el no reconocernos hermanos.
Las prostituciones se refieren a todos aquellos actos con los que nos vendemos por dinero o algún otro beneficio; no se refiere solo al cuerpo. Nos prostituimos cuando nos arrodillamos ante el dinero o alguna persona poderosa o algunos anti-valores, con tal de obtener un beneficio y sacar ventaja personal; cuando por dinero renunciamos a nuestras convicciones o a nuestra propia dignidad; o también cuando estamos dispuestos a vender a otros o calumniarlos con tal de beneficiarnos. Con estas y muchas otras obras podemos estar cayendo en “las prostituciones” de las que habla el Señor. Los robos: no se refieren solo a la posesión ilícita de los bienes que no me pertenecen, sino también a la mala administración de todo lo que Dios ha creado; o cuando acumulamos bienes de manera egoísta, o cuando colaboramos a que los pobres e indigentes permanezcan en su condición, o cuando destruimos el buen nombre o la buena fama de alguien, también ahí estamos robando; cuando robamos la inocencia de alguien, la sonrisa o la paz. Y muchos otros robos. Los homicidios se refieren no sólo a matar físicamente a alguien, sino matar su esperanza, su alegría de vivir, sus proyectos, su futuro, su sonrisa. En fin, cuando le sustraigo la vida. Recordemos que también se mata con la lengua. Los adulterios: son todas las formas de infidelidad al amor.  Y así con cada una de las obras listadas que nos hacen impuros. Te invito a meditarlas para descubrir cuál es nuestro verdadero pecado, de qué debemos realmente ser purificados.
Los ritualismos exteriores no nos purifican de estas obras. Sólo la Palabra, que hiere y sana a la vez, que penetra hasta lo más íntimo del corazón, puede purificar nuestro corazón de estas obras de muerte. Sólo Dios. La buena noticia es que Dios quiere purificarnos, Él no nos rechaza; Él perdona, abraza, purifica y nos da una nueva vida: la vida de hijos de Dios, unidos a Cristo en el Espíritu de Amor. ¿Deseamos esta purificación? Paz y Bien.
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jueves, 23 de agosto de 2018

¡Fíate de mí! - Evangelio del 26/08/2018 – XXI Domingo T. Ordinario – Jn. 6, 60-69


Hablar de Jesús y de su carne como verdadera comida y de su sangre como verdadera bebida, no es fácil, pues no se trata de sólo recibir la comunión durante la celebración de la Eucaristía. En este domingo, Jesús nos lo dice claramente y sin rodeos. 

 Él sabe que sus Palabras no son ligeras, sino de difícil aceptación, pues a ellas no se adhiere con la sola razón, sino con el corazón y la fe. Pongamos el ejemplo de los que verdaderamente están enamorados: no saben cómo le harán ni qué será de ellos el día de mañana; lo único que saben es que desean estar juntos y así, juntos, enfrentar lo que venga. ¿Cómo es posible que un hombre o una mujer se entreguen plena y confiadamente al otro? La respuesta es sencilla: porque entre ellos hay amor, y el amor confía, cree, espera, soporta. No necesitan de tantas explicaciones, ni de tantos proyectos o prevenciones exhaustivas que excluyan cualquier posibilidad de problemas. Cada uno tiene la certeza de que la persona amada siempre estará ahí; en la salud o en la enfermedad, en pobreza o en riqueza, en vida o en muerte, su presencia lo sostendrá. Consecuentemente, donde hay amor hay seguimiento libre, hay obediencia libre y mutua, hay deseo de escuchar al otro y dialogar, y también aceptación de los errores; hay perdón, misericordia y camino juntos. Lo mismo, eso mismísimo, sucede con Jesús.

 En el Evangelio de este domingo, sus oyentes, en este caso ya no son los judíos en general, sino sus discípulos, que murmuran: “Este modo de hablar es intolerable, ¿quién puede admitir eso?” Y Jesús les hace frente con claridad, y les dice: “¿Esto los escandaliza? ¿Qué sería si vieran al Hijo del hombre subir a donde estaba antes? El Espíritu es quien da la vida; la carne para nada aprovecha. Las palabras que les he dicho son espíritu y vida y a pesar de esto, algunos de ustedes no creen […] Por eso les he dicho que nadie puede venir a mí si el Padre no se lo concede”.

 No es que los discípulos simplemente no entiendan sus palabras, sino que las están rechazando por ser inadmisibles, duras. Su incomprensión los lleva a rechazarlo: es intolerable e inadmisible para ellos querer nutrir su vida, sus esperanzas, sus aspiraciones, sus deseos, con la nueva propuesta de vida de Jesús. Mientras Jesús les multiplicaba el pan, todo andaba bien; mientras sanaba enfermos y levantaba muertos, todo andaba bien; mientras escucharan en sus oídos palabras consoladoras y bellas, todo andaba bien, pero….  para que sus discípulos realmente tengan vida plena, es necesario que se dejen guiar, arrancar del pecado, apartar de los falsos ídolos, confiar y aprender la misericordia, la humildad y el perdón. Y eso cuesta. Y nosotros, ¿por qué seguimos a Jesús? ¿Qué esperamos recibir de Él? ¿Cuál es nuestra verdadera motivación que nos lleva hacia Él? No tengamos miedo en reconocer nuestra imperfecta motivación. Dios la conoce y estoy seguro que quiere purificarla, para hacer más fuerte, seguro y real nuestro seguimiento y comunión con Él.  

Recuerdo a un hermano que un día nos contó por qué había elegido seguir a Cristo en la vida religiosa franciscana, y nos dijo: yo me hice fraile porque me gustaba mucho el hábito. Seguramente lo que mantiene hoy a este hermano unido a Jesús en la vida religiosa, hoy ya no es el hábito. Su motivación ha cambiado, Jesús la ha ido purificando, y estoy seguro que en más de una ocasión esta obra de Jesús de cambiar y purificar la motivación de su seguimiento, le ha parecido dura e inadmisible, como cuando Jesús nos pide algo más que rezar el Rosario todos los días, o no faltar a la comunión los domingos, o algo más que novenas, coronillas, imágenes y estampillas de santos….  Es difícil aceptar esto, pero ciertamente Jesús nos quiere llevar más allá, con fundamentos más sólidos y más resistentes. Así como este hermano, que le gustaba el hábito y lo sigue usando hoy, no lo tiene ya más como su motivación fundamental para seguir a Jesús, así también nosotros, que rezamos y vivimos los sacramentos y tenemos algunas devociones particulares, debemos descubrir qué es eso que puede mantenernos tan unidos a Cristo que ni las dificultades, ni las tormentas, ni la misma muerte serán capaces de debilitar nuestra fe. Y, atención, cuando hablo de comulgar frecuentemente como un fundamento que no basta para estar unidos a Jesús, me refiero a aquel sentimiento que podemos llegar a tener, por ejemplo, de no estar bien con Dios por no haber comulgado o haber llegado tarde a la misa, pero a la vez no sentirme en nada afectado al ver sufrir a un hermano por una mentira o una calumnia, o al yo mismo negarle mi ayuda, mi perdón a alguno que lo necesita. En este caso, aunque comulgue mil veces, yo mismo no estoy permitiendo que este sacramento se encarne en mi vida, y, en realidad, lo que siento por Dios no es amor, sino miedo a recibir un castigo. El amor, echa fuera el temor.

 Al final del Evangelio, Jesús dice a los Doce: “¿También ustedes quieren dejarme?” Y Simón Pedro le respondió: "Señor, ¿a quién iremos? Tú tienes palabras de vida eterna; y nosotros creemos y sabemos que tú eres el Santo de Dios". Bendito Pedro que en su respuesta da en el clavo: no comprendo muchas cosas, Señor, pero creo en Ti, confío en Ti, me fío de ti, eres Tú quien nos ama y quien sabe el camino y conoce la verdad, confío ciegamente en Ti y en cada una de tus Palabras. Jesús no obliga a ninguno a seguirlo. Pero a quien quiera seguirlo le pide transparencia, conversión, crecimiento, confianza y fe. Sin ellas no hay seguimiento. Ser cristianos es ser discípulos, dispuestos a la obediencia confiada siempre; y si falta esto en nuestra vida de cristianos, debemos reconocerlo y permitirle a Cristo y pedirle que nos de lo que nos falta, que nos instruya, que estamos dispuestos a cambiar, con su gracia, porque sólo en Él encontramos vida verdadera, sólo en Él alegría y gozo plenos. ¡Paz y Bien!

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jueves, 16 de agosto de 2018

"Palabra + Espíritu = Vida Eterna" - Evangelio del 19/08/18 – Domingo XX T. Ordinario – Jn. 6, 51-58

“Yo Soy el Pan vivo, que ha bajado del cielo; el que coma de este Pan vivirá para siempre. Y el Pan que yo les voy a dar es mi carne, para que el mundo tenga vida”. Así comienza el pasaje del Evangelio de este Domingo, donde Jesús está llegando al final del discurso sobre el Pan de vida y también a su punto más alto de revelación.
Jesús ha venido para darnos el don más hermoso: la filiación, la relación de hijos amados con su Padre Dios. Y el modo para realizar esta relación de Padre e hijos ha sido del todo inesperada: nos ha entregado su misma vida, nos ha injertado en Él como sarmientos a la Vid verdadera. Realmente somos hijos del Padre porque Jesús vive en nosotros, y así, somos Uno con Él, por Él y en Él. Su Sangre, es decir, su misma vida es nuestra Sangre; su Cuerpo es nuestro Cuerpo. ¡Misterio insondable de Amor!

“¿Cómo puede éste darnos a comer su carne?”, es la pregunta que los judíos hicieron a Jesús, y que seguramente nosotros nos hemos puesto alguna vez también. Un hermano me dijo alguna vez que lo más importante no es el “cómo” o el “por qué”, sino el “para qué”. Aunque no comprendamos “científicamente” el “cómo”, también éste nos ha sido REVELADO: a través de la encarnación. Aquí radica el pilar de nuestra salvación: Dios se ha encarnado en el seno de María Virgen, se ha hecho pequeño y también mortal el que es Infinito y Eterno. Dios ha querido realizar el regalo de la filiación a la manera humana, sin varitas mágicas, sólo con el poder del Espíritu Santo, de su Gracia que es Amor. Desde la encarnación de Jesús, el amor humano ha sido transformado íntimamente, alcanzando en su pequeñez la cualidad del Amor divino, por el Espíritu que nos habita. El Espíritu Santo cambia interiormente todas las realidades que habita. Y ahí está el secreto y la respuesta, que podemos abrazar y comprender desde la fe: el bautismo invoca el Espíritu Santo con las Palabras de Jesús y nosotros recibimos el don de ser hijos de Dios; la celebración del sacramento de la Eucaristía invoca con las Palabras de Jesús (in persona Christi) el Espíritu Santo sobre el pan y vino presentados y éstos reciben el don de ser alimento de vida, Cuerpo y Sangre de Jesús. Todo en nuestra relación con Dios tiene que ver con la Palabra que es Jesús y la acción del Espíritu Santo. Piensa en los demás sacramentos de nuestra Iglesia, sucede lo mismo: Palabra y Espíritu. 

El don del Pan vivo que es Jesús, ocupa un lugar central en nuestra fe: todo en nuestra fe, en nuestra relación con Dios, tiene que ver con el Pan vivo, con la Eucaristía, que es fuente y cumbre de toda la vida cristiana. El cristianismo es todo él Eucaristía, sin ella no existimos. Es la comunión más íntima con Dios que podamos alcanzar en esta tierra: unidos a Cristo, ofrecidos con Cristo, aceptados en Cristo. Ahora bien, ¿comprendemos la importancia del Pan vivo en y para nuestra vida? ¿Comprendo que si no como de este Pan, la vida del Dios Eterno no está en mí? Ciertamente, comer el Pan vivo que es Jesús no solamente significa “comulgar”; pero “comulgar”, ciertamente, es la realización de comunión con Dios más perfecta, la vida en plenitud de Dios en mí. ¿Pensamos en ello cada vez que nos acercamos al Santo Sacramento o cuando dejamos de hacerlo? Recuerdo una vez que una persona separada de su esposa me dijo: ¡yo no quiero dejar de comulgar! Y en base a este deseo tomó la decisión de permanecer sin mujer. Qué decisiones tan importantes somos capaces de tomar en y para nuestra vida en base al deseo que tenemos de Dios, siendo que la mentalidad del mundo en que vivimos proclama cosas opuestas, tales como: “tú tienes el derecho de ser feliz, sólo importa lo que tú quieres y nada más, que no te interese nada ni nadie más que tú mismo”. Pero uno que ha descubierto que su felicidad es Dios, que su vida es Dios, que su alegría es Dios, ha recibido también el regalo de poder elegirlo libremente. 

El capítulo sexto del Evangelio de San Juan nos ha catequizado revelándonos profundos misterios sobre el Pan de vida que es Jesús, hasta llegar a su cumbre que es la Eucaristía. Poner a disposición de los demás nuestros cinco panes y dos pescados es resultado del Pan de vida que alimenta nuestra propia vida, así como cada obra realizada por Amor. Jesús nos ha dicho que el mandamiento más importante es uno sólo: amar a Dios con todo el corazón y al prójimo como a uno mismo. Nadie tiene amor más grande que el que da la vida por sus amigos. Sólo unidos a Jesús podremos llegar a vivir este mandamiento en plenitud. Hay que comenzar ya, dando el primer paso: buscarlo, escucharlo, conocerlo, comulgarlo.

A partir de esta revelación fundamental que Jesús hace, muchos lo abandonaron, dejaron de seguirlo. No fueron capaces de darle un espacio en su vida, de abrirse a la fe, de aceptar como un regalo su revelación: que Dios se ha hecho carne, se ha hecho sangre, se ha hecho débil. El mundo muchas veces hace lo mismo, rechazar que Dios haya escogido el camino de la pequeñez para salvarnos, que Cristo se haya hecho pobre para enriquecernos con su pobreza, y siguen esperando un Dios que se aparezca sobre la tierra rodeado de efectos especiales, de poder y gloria según su concepción de poder y gloria, de ira y venganza contra los malvados para poder creer en Él. Hoy Jesús se nos vuelve a proponer como el alimento que puede transformar nuestro corazón y hacer que nuestras obras cambien, y poder así experimentar la saciedad de la que nos habla. La Mesa está servida ¿gustas?  Paz y Bien.

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viernes, 10 de agosto de 2018

¿Llenos o saciados? - Evangelio del 12/08/18 – Domingo XIX T. Ordinario – Jn. 6, 41-51


Seguimos adelante con el discurso del “pan de vida”. Hoy escuchamos que los oyentes de Jesús murmuran porque no entienden el mensaje de Jesús. Jesús les ha dicho “Yo soy el pan bajado del cielo”, y ellos no entienden, y se dicen: “¿No es éste Jesús, el hijo de José? ¿No conocemos a su padre y a su madre? ¿Cómo dice que ha bajado del cielo?” Si nos fijamos bien, no murmuran contra el hecho de que Jesús haya dicho que Dios pueda dar “un pan de vida”, sino que Él mismo sea el pan de vida, el alimento que ha bajado del cielo. El mismo pueblo hebreo ha tenido experiencia de ser alimentado por Dios con un pan. Podemos poner el ejemplo de la primera lectura, donde Dios alimenta a su profeta Elías, quien se siente abatido y cansado, y decide huir al desierto. Elías va al desierto, lugar bien conocido por los israelitas como el lugar donde Dios enamora a su pueblo, lo restaura, renueva la alianza. Y Dios le manda un ángel que le dice: “levántate y come”, y con ese alimento logra llegar al monte de Dios. O también podemos recordar el evento de la murmuración del pueblo contra Dios mientras Moisés los conducía por el desierto. Ahí Dios les da el maná para su supervivencia. 

Nuestra identidad hoy como cristianos, está en haber experimentado que Dios ha hecho lo mismo con nosotros: en nuestro abatimiento, en nuestra murmuración, nos ha tomado y nos ha alimentado con las Palabras de Jesús, regalándonos así el don de la vida del Dios eterno en nosotros. Nuestra identidad está en alimentar nuestra vida y esperanza con las palabras y promesas de Jesús, que ya se cumplen ahora y que veremos cumplidas en plenitud más adelante. En este aspecto, seguimos siendo el pueblo de Dios que está llamado a escuchar, creer y obedecer confiadamente: Shemá Israel. 

Sacramentalmente nos alimentamos del cuerpo y sangre de Jesús en la Eucaristía, pero no olvidemos que aquello que convierte el pan y el vino en el cuerpo y sangre de Jesús, lo que convierte el agua normal en agua que nos da la vida en el bautismo, lo que consagra una persona al Espíritu Santo en la confirmación o a un hombre en sacerdote, son las Palabras de Jesús, llenas de Espíritu Santo, mandadas por Dios Padre. Las Palabras tienen esta eficacia sobre las realidades en las cuales son invocadas, porque Jesús lo ha dicho, porque el Espíritu Santo actúa realmente hoy. No es equivocado decir que hemos nacido de la Palabra de Dios, al aceptar a Jesucristo en nuestra vida. ¿Qué palabra está alimentando hoy nuestra vida, nuestra esperanza y nuestra fe? ¿son las de Jesús? ¿Son las de la tele o las de los medios de comunicación? ¿Conozco a fondo el mensaje de Jesús, sus Palabras? Nosotros no somos una religión basada en un libro, como la Torá o el Corán, sino en una relación con Uno que Vive y nos habla directamente al corazón. ¿Cómo está nuestra relación con Jesús? ¿Le hablamos? ¿Le contamos lo que nos pasa? ¿Invocamos su Nombre, su presencia? ¿O simplemente rezamos fórmulas como pericos? ¿Hace cuánto que no te estás con Jesús a solas un buen y largo rato, disfrutando de su presencia y escuchando lo que Él quiere decirte? Si no recibimos este alimento, este pan de Vida, realmente podemos desfallecer en el camino y perdernos. Dios nos ofrece este Pan de vida, pero hay que buscarlo, reconocer que esta hambre que sentimos sólo puede ser saciada con este Pan y con ninguno más: “Abre tu boca, y yo la saciaré”.


Jesús les contesta a sus murmuradores diciéndoles: “No murmuren. Nadie puede venir a mí si no lo atrae el Padre que me ha enviado. Y yo lo resucitaré el último día”. “Todo el que escucha lo que dice el Padre y aprende, viene a mí. No es que nadie haya visto al Padre, a no ser el que procede de Dios; ése ha visto al Padre”. Existe una obra, la del Espíritu Santo, que está presente en todos los hombres, creyentes o no, la cual prepara el corazón del hombre a recibir este Pan de vida. Cuando un hombre o mujer, doctor, cura o científico, homosexual o divorciado, abortista o asesino, entrevén el camino de la verdad y del amor, de la misericordia y del perdón como el verdadero camino, ahí el Espíritu Santo ya está trabajando, guiando a cada uno para que puedan conocer y abrazar al Hijo de Dios plenamente. En primer lugar, es necesario buscar la verdad sinceramente, reconocer que no la poseemos, estar dispuestos a renunciar a los egoísmos, ideologías y engaños del mundo para ser atraídos por el Padre y comenzar a habitar en la luz que es Jesucristo.

A lo mejor te sorprende lo que he dicho apenas, acerca de que en cualquier persona el Espíritu Santo obra. ¿A caso Jesús no vino por los enfermos más que por los sanos? ¿A caso no hay más fiesta en el cielo por un pecador que se arrepiente que por mil justos? ¿A caso nuestro Buen Pastor no deja las 99 con tal de encontrar la oveja que se había perdido? No lo digo yo. Es la Palabra de vida que nos lo dice a cada uno: Yo amo a los pecadores, y deseo darles vida, sacarlos de la oscuridad en que viven, arrancar de ellos el pecado que los destruye, confunde y daña. Nos lo dice en la segunda lectura de este domingo: “Desterrad de cada uno la amargura, la ira, los enfados e insultos y toda la maldad. Sed buenos, comprensivos, perdonándoos unos a otros como Dios los ha perdonado en Cristo”. Para el pecador siempre hay remedio en esta vida, para la necedad y obstinación no. ¿Y quién de nosotros no necesita redoblar esfuerzos o una segunda oportunidad para permanecer en el camino de Dios siendo imitadores de Jesucristo, como hijos queridos?

En fin, en este domingo quiero compartirte este sencillo mensaje: hay alimentos, palabras, que no quitan el hambre, ideologías que sólo nos dividen entre nosotros y provocan violencia y muerte, estilos de vida que, aunque parezcan muy llamativos y gratificantes, en realidad sólo manifiestan el vacío que no logramos llenar con nada. Como lo vemos cada día. Pero existe también un alimento, una Palabra, que puede cambiarnos totalmente, saciar por completo nuestra hambre y darnos suficientes fuerzas y esperanza para construir el reino de Dios en el mundo. Lo que Jesús proclama de sí mismo es difícil de entender sólo con la razón, y por ello no hay argumentos silogísticos con los cuales podamos convencer a los que aún no lo aceptan en su vida. Y ni siquiera estamos llamados a ello. Jesús nos invita a tener en nosotros mismos una fuerte experiencia de su presencia, de su Espíritu, de su misericordia, de conversión, a vivir estrechamente unidos a Él. Sólo así, los demás nos verán saciados de este otro Pan, el verdadero, y comenzarán a buscarlo y a sentir hambre de Él. Paz y Bien.

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viernes, 3 de agosto de 2018

El Pan del cielo - Evangelio del 05/08/18 - Domingo XVIII T. Ordinario - Jn 6, 24-35


La semana pasada escuchábamos el inicio del llamado discurso del pan de vida de Jesús, con la realización del signo de bendición y distribución de los panes a todos los que lo seguían y la incomprensión del mismo, mientras que este domingo el Evangelio continúa el discurso de Jesús para explicar su revelación.
Con el signo realizado, Jesús provoca la curiosidad y el deseo de muchos por conocerlo e ir detrás de él; pero recordemos que, aunque sorprendidos por lo que Jesús ha hecho, la mayoría no lo han comprendido y quieren coronarlo rey, hacerlo su líder. Jesús, que siempre habla con la verdad, les dice: “Yo les aseguro que ustedes no me andan buscando por haber visto signos, sino por haber comido de aquellos panes hasta saciarse”. ¿Por qué sigo a Jesús? ¿Por qué voy detrás de Él? ¿Qué espero recibir de Él a cambio de seguirlo? ¿Qué tipo de hambre espero que Jesús me sacie? A veces vamos detrás de Jesús no por Él mismo, sino por lo que pueda darnos: por sus dones, bendiciones, protección, para que “me vaya bien en mi vida”, etc. Seguimos mirando en Él a uno que “multiplica panes”, a uno con quien puedo hacer negocio y salir ganando aprovechándome de Él, a uno que si hago lo que dice me va a hacer gozar de protección y salud. Aún seguimos creyendo que, a través de un rito o un sacrificio en el cual ofrezcamos algo a ese dios hambriento de poder y dominio (y si más me duele o me cuesta, mejor), podremos llegar a obtener por derecho lo que deseamos. Siempre es bueno preguntarnos: ¿qué estoy buscando al seguir a Jesús, al profesar un credo, al llamarme cristiano católico? Hazlo, nadie te va a regañar.  Para conocer nuestras intenciones profundas, puede servirnos reflexionar y reconocer qué es lo que le pedimos a Dios en nuestra oración personal ¿panes y peces? ¿sólo salud, bienestar, trabajo y paz? ¿o también que nos ayude a cambiar y salir de nuestro egoísmo? ¿que me enseñe a perdonar? ¿que me de perseverancia en las pruebas? ¿que aumente mi amor hacia los pobres y marginados? También nos ha dicho Jesús: “busquen el Reino de Dios, y lo demás se les dará por añadidura”.

 Los discípulos de Jesús algo han comprendido de su mensaje, y entre el episodio del domingo pasado y el de este domingo se nos cuentan las dificultades de éstos al comenzar a navegar en medio de las aguas, que amenazan hundir su barca. Pero ahí está Jesús, que domina las aguas turbulentas y les infunde confianza. 

Pero también está el otro grupo, la multitud de la gente, que busca a Jesús para aprisionarlo en sus esquemas, pues ven en Él un “rabbí”, un maestro judío más. Se preocupan por qué es lo que hay que hacer para seguir obteniendo de Jesús el alimento, para que Él les resuelva sus problemas sin esforzarse. Siguen manteniéndose en esa mentalidad basada en unos preceptos que hay que cumplir para ganarme el favor de la divinidad y evitar su castigo, siendo que Jesús les anuncia que en la vida todo es don, todo es gracia. No han comprendido que quien quiera seguirlo, debe vivir con esa conciencia, con esa actitud de fe de que todo es de Dios, y que, para que todos los bienes alcancen para todos y nazca el Reino de Dios, se debe aprender a compartir, a donar lo que uno ha recibido, como el muchacho de los 5 panes y 2 pescados. No, no es fácil pertenecer al reino, hay que cambiar, es necesario vivir la conversión.
 Jesús continúa diciendo: “No trabajen por ese alimento que se acaba, sino por el alimento que dura para la vida eterna y que les dará el Hijo del hombre; porque a éste, el Padre Dios lo ha marcado con su sello”. Con estas palabras, Jesús nos invita fuertemente a vivir según las realidades que Él ha venido a revelar: que existe una vida eterna y que es nuestra por la fe en Él ya desde ahora, que debemos renovar la mente y el espíritu y revestirnos de la nueva condición humana, que el Padre es amor y nunca nos abandona, que si Él se preocupa por lo que han de comer los pajarillos y por lo que han de vestir las efímeras flores del campo cuanto más a nosotros nos tiene siempre en su pensamiento y corazón. Yo me pregunto: ¿yo vivo de esta manera mi fe, mi bautismo, mi consagración? ¿Confío realmente en Dios tanto como para preocuparme y ocuparme de la justicia, de la fidelidad, del amor? ¿A caso no vivo sólo preocupándome por lo que habré de comer y vestir? ¿Me preocupo ya sea por conservar la vida de Dios en mí a través de mi propia conversión? ¿Hago algo por transmitir el mensaje de salvación a las personas que me rodean? ¿Sigo esperando de Dios un signo, un milagro, una prueba para poner manos a la obra en la construcción del Reino? A veces pedimos un signo, milagro, ver algo extraordinario para creerle a Dios y comenzar a obedecerle, siendo que Él se espera de nosotros la obediencia y la fe, para que nosotros mismos lleguemos a ser un signo visible de su presencia para los demás en este mundo. Es más, lo dice Jesús también en el Evangelio de este domingo: “La obra que Dios quiere es que creáis en el que Él ha enviado”.

Jesús mismo es el pan del cielo, sus Palabras, sus enseñanzas, sus acciones, su misericordia, su muerte y resurrección. Creer en la muerte de Jesús en favor nuestro y en su resurrección, deben ser el alimento del cristiano con el cual nutra su ánimo, su familia, su esperanza, su perseverancia, su entrega y sus sacrificios. No sólo el sacramento de la Eucaristía. A propósito de este sacramento, en estos días he comprendido un poco que todos corremos el riesgo de convertirlo en un amuleto: basta que yo comulgue para creerme ya salvado. Algunos miembros del pueblo de Dios en el Antiguo Testamento habían convertido el arca de la alianza, el templo, en una especie de amuleto, pues creían que bastaba conservarlos pulcros y hermosos para gozar de la protección de Dios, sin importarles lo importante de la ley: la misericordia y el amor al prójimo. ¿A caso no es cierto que muchos de nosotros seguimos sin ocuparnos esforzadamente en nuestra propia conversión y preferimos sólo tranquilizarnos por haber comulgado? Comulgar es estar en comunión, en plena sintonía, ser extensión del corazón de Dios en este mundo, vivir en la fidelidad de Aquel que dio (y sigue dando) su vida por mí. En este sentido, ¿mi vida es comunión? Muchos que no pueden comulgar a causa de su condición de vida, pueden estar viviendo en una mayor comunión con Dios que muchos otros por haberse encontrado con Él, por haberse arrepentido de sus pecados, por haber recibido el perdón de Dios y encontrarse viviendo un verdadero camino de entrega y conversión a Dios. No sé, me vienen a la mente esas Palabras de Jesús: “Les aseguro que los publicanos y las prostitutas llegan antes que ustedes al Reino de Dios”, por haber creído verdaderamente en Él.

 Jesús dice al final: “Yo Soy el Pan de vida. El que viene a mí no tendrá hambre, y el que cree en mí nunca tendrá sed”. ¡Qué bellas las Palabras de Jesús! No solamente saciará nuestra hambre y sed de infinito, de alegría y paz, sino que estaremos tan saciados que ya no tendremos más hambre ni sed desde esta tierra. 

 Hoy vemos en medio de nosotros a muchos que se mueren por tener esto o aquello, por conocer más y más lugares, por obtener más y más conocimientos, por no envejecer y permanecer siempre bellos y en salud. Están hambrientos de tantas cosas. Están convencidos de que sólo logrando extender su vida en esta tierra lo más posible y sin dolores, entonces serán realmente felices, plenos. Al cristiano le ha sido revelada la plenitud de la verdad: “Les aseguro que, si el grano de trigo que cae en la tierra no muere, queda solo; pero si muere, da mucho fruto. El que tiene apego a su vida la perderá; y el que no está apegado a su vida en este mundo, la conservará para la Vida eterna”. Paz y Bien.

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Canto: "Agua de Vida" - de Andrés Degollado - Canta fray alex

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