El Evangelio de este Domingo comienza hablándonos de los ritos de purificación que los judíos cumplían meticulosamente. De por sí, los ritos son gestos que se cumplen para que nosotros los seres humanos no nos olvidemos de las cosas valiosas, de valor para nuestra vida. Pongamos el ejemplo del rito de la celebración del cumpleaños de un ser querido: se da un abrazo, se felicita a la persona, se comparte un momento de fraternidad con los demás seres queridos, se comparten alimentos, el pastel, se enciende una o varias velas, se adorna el lugar con motivos celebrativos, hasta se rompe una piñata. Todos estos gestos, sobre todo, buscan comunicar a la persona festejada que ella es importante, que es amada y que todos nos alegramos por su vida y su crecimiento. De igual manera, a lo largo de nuestra vida cumplimos muchos otros ritos.
En los ritos de purificación, ciertamente son importantes los gestos y símbolos que se utilizan, pues buscan significar algo con precisión. Entonces ¿por qué Jesús denuncia a los judíos de su tiempo que sus ritos están vacíos y carecen de significado? Precisamente porque los ritos, que debían simbolizar la purificación que Dios realiza en ellos, se han contaminado, se han vuelto impuros. Se concentraron tanto en los detalles, que dejaron de lado a Dios, el único que hace posible la purificación por pura bondad y misericordia; su rito se convirtió en mera apariencia, en una actuación e hipocresía, porque no permitían a Dios cambiarles el corazón, purificarlos desde dentro a través de la conversión de vida, de la misericordia para con los demás, de la escucha y obediencia de sus Palabras y del sincero y profundo arrepentimiento.
Jesús busca hacerles entender que lo que les obtiene la purificación de su vida y sus pecados no es el cumplimiento exacto de normas o ritos exteriores, sino la aceptación íntima de la Palabra de Dios, que los perdona porque los ama gratuitamente y les indica el camino de la misericordia y amor al prójimo como vía exquisita y única de purificación. Lo demás es hipocresía. El amor recibido de Dios y donado a los demás obra la purificación de nuestros corazones y por ende su conversión profunda. No hay purificación sin conversión: la caridad borra una multitud de pecados.
A partir de estas pocas consideraciones, preguntémonos: ¿qué ritos religiosos que hoy yo cumplo, los considero algo esencial? ¿Son meros ritos exteriores o me ayudan en mi camino de conversión? ¿son sólo apariencia o me empujan a la caridad y misericordia con mi prójimo? ¿me hacen sólo sentirme en paz con Dios o comunican paz en modo concreto a mi alrededor? ¿Qué obtengo o qué espero obtener de esos ritos? ¿suerte, protección contra los poderes del mal, beneficios materiales, salud, amor, dinero? ¿o acaso un corazón dispuesto a obedecer y fiarse de Dios en cada una de sus Palabras? ¿He caído en una religiosidad hipócrita? Démonos cuenta que fácilmente se puede pasar del verdadero rito religioso a los ritos mágicos, llenos de superstición, apariencia y ambigüedad.
Jesús es claro con nosotros: “Escuchen todos y entiendan: No hay nada afuera del hombre que, al entrar en él, pueda contaminarlo. Lo que lo hace impuro, es lo que sale de él”. Al decir estas Palabras, Jesús nos da a entender que ningún hombre es impuro desde su nacimiento, o a causa de su nacionalidad, raza, inclinación política, religión, condición social, económica o cultural. También está destruyendo ese modo de pensar humano que distingue en clases sociales, de primera o de segunda clase: ninguno debe considerarse no deseado, o bastardo, o indigno. Son las obras del hombre y la mujer, las que nacen desde su interior, que lo hacen puro o impuro. Dios no hace a unos impuros y a otros puros. Él solamente ama, santifica, perdona, levanta y salva. Dios respeta y ama nuestra libertad, que es don suyo, y pone en nuestras manos el poder aceptarlo o rechazarlo en nuestra vida. Al morir y resucitar Jesucristo y obrar así nuestra salvación, ha puesto al alcance de cada uno de nosotros, el don de su gracia y salvación, el don de ser hijos suyos. Dios desea amarnos como a hijos en Jesucristo. Él nos busca incesantemente, dispone todo para que nos encontremos con Él. Nosotros elegimos seguirlo o no seguirlo. ¿Recuerdas lo que les dijo Jesús a sus discípulos en el Evangelio del domingo pasado? ¿También ustedes quieren irse? Jesús no detiene a nadie. Dios es feliz si lo elegimos, pues Él es feliz si encontramos la verdadera felicidad. Y me atrevo a decir que Dios se entristece cuando uno lo rechaza y conscientemente le dice: “no, Señor, yo no quiero seguirte, Tú no me convences”. Ciertamente Él permanece fiel, abierto y ansioso a que en cualquier momento miremos hacia Él y nos decidamos por Él.
Regresando a las obras que hacen impuro al hombre, el Evangelio menciona las siguientes: “De dentro, del corazón del hombre, salen los malos propósitos: las prostituciones, los robos, los asesinatos, los adulterios, la codicia, la malicia, el fraude, el desenfreno, la envidia (avaricia), la blasfemia, la arrogancia, el desatino (insensatez, necedad, estupidez). Todas estas maldades salen de dentro y contaminan al hombre”. Sorprendentemente, ninguna de estas obras o actitudes van dirigidas a Dios, sino a los seres humanos, lo que significa que lo que hace impura a una persona es el daño a la vida de los demás, el no reconocernos hermanos.
Las prostituciones se refieren a todos aquellos actos con los que nos vendemos por dinero o algún otro beneficio; no se refiere solo al cuerpo. Nos prostituimos cuando nos arrodillamos ante el dinero o alguna persona poderosa o algunos anti-valores, con tal de obtener un beneficio y sacar ventaja personal; cuando por dinero renunciamos a nuestras convicciones o a nuestra propia dignidad; o también cuando estamos dispuestos a vender a otros o calumniarlos con tal de beneficiarnos. Con estas y muchas otras obras podemos estar cayendo en “las prostituciones” de las que habla el Señor. Los robos: no se refieren solo a la posesión ilícita de los bienes que no me pertenecen, sino también a la mala administración de todo lo que Dios ha creado; o cuando acumulamos bienes de manera egoísta, o cuando colaboramos a que los pobres e indigentes permanezcan en su condición, o cuando destruimos el buen nombre o la buena fama de alguien, también ahí estamos robando; cuando robamos la inocencia de alguien, la sonrisa o la paz. Y muchos otros robos. Los homicidios se refieren no sólo a matar físicamente a alguien, sino matar su esperanza, su alegría de vivir, sus proyectos, su futuro, su sonrisa. En fin, cuando le sustraigo la vida. Recordemos que también se mata con la lengua. Los adulterios: son todas las formas de infidelidad al amor. Y así con cada una de las obras listadas que nos hacen impuros. Te invito a meditarlas para descubrir cuál es nuestro verdadero pecado, de qué debemos realmente ser purificados.
Los ritualismos exteriores no nos purifican de estas obras. Sólo la Palabra, que hiere y sana a la vez, que penetra hasta lo más íntimo del corazón, puede purificar nuestro corazón de estas obras de muerte. Sólo Dios. La buena noticia es que Dios quiere purificarnos, Él no nos rechaza; Él perdona, abraza, purifica y nos da una nueva vida: la vida de hijos de Dios, unidos a Cristo en el Espíritu de Amor. ¿Deseamos esta purificación? Paz y Bien.
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