Hablar de Jesús y de su carne como verdadera comida y de su sangre como verdadera bebida, no es fácil, pues no se trata de sólo recibir la comunión durante la celebración de la Eucaristía. En este domingo, Jesús nos lo dice claramente y sin rodeos.
Él sabe que sus Palabras no son ligeras, sino de difícil aceptación, pues a ellas no se adhiere con la sola razón, sino con el corazón y la fe. Pongamos el ejemplo de los que verdaderamente están enamorados: no saben cómo le harán ni qué será de ellos el día de mañana; lo único que saben es que desean estar juntos y así, juntos, enfrentar lo que venga. ¿Cómo es posible que un hombre o una mujer se entreguen plena y confiadamente al otro? La respuesta es sencilla: porque entre ellos hay amor, y el amor confía, cree, espera, soporta. No necesitan de tantas explicaciones, ni de tantos proyectos o prevenciones exhaustivas que excluyan cualquier posibilidad de problemas. Cada uno tiene la certeza de que la persona amada siempre estará ahí; en la salud o en la enfermedad, en pobreza o en riqueza, en vida o en muerte, su presencia lo sostendrá. Consecuentemente, donde hay amor hay seguimiento libre, hay obediencia libre y mutua, hay deseo de escuchar al otro y dialogar, y también aceptación de los errores; hay perdón, misericordia y camino juntos. Lo mismo, eso mismísimo, sucede con Jesús.
En el Evangelio de este domingo, sus oyentes, en este caso ya no son los judíos en general, sino sus discípulos, que murmuran: “Este modo de hablar es intolerable, ¿quién puede admitir eso?” Y Jesús les hace frente con claridad, y les dice: “¿Esto los escandaliza? ¿Qué sería si vieran al Hijo del hombre subir a donde estaba antes? El Espíritu es quien da la vida; la carne para nada aprovecha. Las palabras que les he dicho son espíritu y vida y a pesar de esto, algunos de ustedes no creen […] Por eso les he dicho que nadie puede venir a mí si el Padre no se lo concede”.
No es que los discípulos simplemente no entiendan sus palabras, sino que las están rechazando por ser inadmisibles, duras. Su incomprensión los lleva a rechazarlo: es intolerable e inadmisible para ellos querer nutrir su vida, sus esperanzas, sus aspiraciones, sus deseos, con la nueva propuesta de vida de Jesús. Mientras Jesús les multiplicaba el pan, todo andaba bien; mientras sanaba enfermos y levantaba muertos, todo andaba bien; mientras escucharan en sus oídos palabras consoladoras y bellas, todo andaba bien, pero…. para que sus discípulos realmente tengan vida plena, es necesario que se dejen guiar, arrancar del pecado, apartar de los falsos ídolos, confiar y aprender la misericordia, la humildad y el perdón. Y eso cuesta. Y nosotros, ¿por qué seguimos a Jesús? ¿Qué esperamos recibir de Él? ¿Cuál es nuestra verdadera motivación que nos lleva hacia Él? No tengamos miedo en reconocer nuestra imperfecta motivación. Dios la conoce y estoy seguro que quiere purificarla, para hacer más fuerte, seguro y real nuestro seguimiento y comunión con Él.
Recuerdo a un hermano que un día nos contó por qué había elegido seguir a Cristo en la vida religiosa franciscana, y nos dijo: yo me hice fraile porque me gustaba mucho el hábito. Seguramente lo que mantiene hoy a este hermano unido a Jesús en la vida religiosa, hoy ya no es el hábito. Su motivación ha cambiado, Jesús la ha ido purificando, y estoy seguro que en más de una ocasión esta obra de Jesús de cambiar y purificar la motivación de su seguimiento, le ha parecido dura e inadmisible, como cuando Jesús nos pide algo más que rezar el Rosario todos los días, o no faltar a la comunión los domingos, o algo más que novenas, coronillas, imágenes y estampillas de santos…. Es difícil aceptar esto, pero ciertamente Jesús nos quiere llevar más allá, con fundamentos más sólidos y más resistentes. Así como este hermano, que le gustaba el hábito y lo sigue usando hoy, no lo tiene ya más como su motivación fundamental para seguir a Jesús, así también nosotros, que rezamos y vivimos los sacramentos y tenemos algunas devociones particulares, debemos descubrir qué es eso que puede mantenernos tan unidos a Cristo que ni las dificultades, ni las tormentas, ni la misma muerte serán capaces de debilitar nuestra fe. Y, atención, cuando hablo de comulgar frecuentemente como un fundamento que no basta para estar unidos a Jesús, me refiero a aquel sentimiento que podemos llegar a tener, por ejemplo, de no estar bien con Dios por no haber comulgado o haber llegado tarde a la misa, pero a la vez no sentirme en nada afectado al ver sufrir a un hermano por una mentira o una calumnia, o al yo mismo negarle mi ayuda, mi perdón a alguno que lo necesita. En este caso, aunque comulgue mil veces, yo mismo no estoy permitiendo que este sacramento se encarne en mi vida, y, en realidad, lo que siento por Dios no es amor, sino miedo a recibir un castigo. El amor, echa fuera el temor.
Al final del Evangelio, Jesús dice a los Doce: “¿También ustedes quieren dejarme?” Y Simón Pedro le respondió: "Señor, ¿a quién iremos? Tú tienes palabras de vida eterna; y nosotros creemos y sabemos que tú eres el Santo de Dios". Bendito Pedro que en su respuesta da en el clavo: no comprendo muchas cosas, Señor, pero creo en Ti, confío en Ti, me fío de ti, eres Tú quien nos ama y quien sabe el camino y conoce la verdad, confío ciegamente en Ti y en cada una de tus Palabras. Jesús no obliga a ninguno a seguirlo. Pero a quien quiera seguirlo le pide transparencia, conversión, crecimiento, confianza y fe. Sin ellas no hay seguimiento. Ser cristianos es ser discípulos, dispuestos a la obediencia confiada siempre; y si falta esto en nuestra vida de cristianos, debemos reconocerlo y permitirle a Cristo y pedirle que nos de lo que nos falta, que nos instruya, que estamos dispuestos a cambiar, con su gracia, porque sólo en Él encontramos vida verdadera, sólo en Él alegría y gozo plenos. ¡Paz y Bien!
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