jueves, 6 de septiembre de 2018

Comunicación y Comunión - Evangelio del 09/09/18 – Domingo XXIII T. Ordinario - Mc.7, 31-37

El Evangelio de este domingo nos narra cómo Jesús sana a un hombre sordo y tartamudo, es decir, impedido en una de las dimensiones humanas más importantes, la comunicación. En primer lugar, no escuchaba, y por lo mismo, su capacidad de comunicar con palabras no era buena. Las curaciones de Jesús tienen una doble finalidad: comunicar salud y revelar Su identidad. Ciertamente Jesús obraba milagros, y esto lo atestiguan los Evangelios; pero también, sus milagros buscaban testimoniar una verdad muy profunda: que Él es portador de gracia, que Él es el Salvador esperado, que Él es el Hijo de Dios.
En este episodio del Evangelio, vemos que Jesús se dirige a regiones así llamadas paganas, mostrándonos que su salvación y gracia es para todos, ninguno excluso. ¿Cómo puede comunicar salud si no es dirigiéndose a los enfermos? Yo he venido por los enfermos, no por los sanos, dice el Señor.
En primer lugar, vemos cuánto sea importante la comunidad, que se preocupa por llevar hacia Jesús a este enfermo. A veces necesitamos que otros nos indiquen en dónde o en quién podemos encontrar salud, es la dimensión de la intercesión. En segundo lugar, Jesús lo recibe y lo aparta de la gente; un gesto sencillo, pero que nos dice mucho sobre la importancia que cada ser humano tiene para Dios singularmente. No somos una masa, sino personas singulares que importan a Dios.
Esta curación se cumple a través de un gesto y una Palabra. El gesto es el de meter sus dedos en los oídos del sordo y tocar con saliva su lengua tartamuda; la palabra es ¡Effetá!, ¡ábrete! Este gesto y esta palabra de Jesús la encontramos actualmente en el sacramento del Bautismo: se pide al Espíritu Santo que prepare a la persona que se está bautizando para escuchar la Verdad y proclamarla, que abra sus oídos y sus labios para comunicar la salvación de la cual es portador. El don que recibimos en nuestro Bautismo es el mismo que debemos comunicar a los demás. Cristo nos lo ha dado, Cristo lo comunica a través de nosotros a los demás.
Un detalle importante que nos dice el Evangelio es este gesto íntimo, cercano de Jesús, de tocar sus oídos y su lengua. La saliva, en la cultura religiosa de ese tiempo, significa el aliento concentrado, el Espíritu de vida, remitiéndonos a aquel momento de la creación, cuando Dios infundió en el ser humano su creatura, su aliento, su misma vida. Ciertamente sabemos que la comunicación se da más allá de la capacidad de hablar, que se puede realizar de muchas otras maneras; pero lo que aquí se busca es que entendamos que la comunicación lleva a la comunión, ya sea con los demás o con Dios. Nuestra fe nos revela que, en su dimensión más íntima, Dios es perfecta comunicación, perfecta comunión de personas: Padre, Hijo y Espíritu Santo. Con esta curación, Jesús está restableciendo la comunión, está re-creando al ser humano, y esto lo descubrimos también por las palabras finales del Evangelio de hoy: ¡Qué bien lo hace todo!, lo cual nos recuerda aquel estribillo que se repite en el libro del Génesis cada vez que Dios crea: Y vio Dios que todo era bueno. El hombre, creado a imagen y semejanza de Dios, está llamado a entrar en comunión con Él y con sus semejantes. No se puede estar en comunión ni con Dios ni con los hombres si permanecemos encerrados en nosotros mismos, si no acogemos a los demás y los escuchamos, si no les abrimos el corazón y comunicamos con nuestras palabras, gestos y obras lo que llevamos dentro. ¿No es cierto que muchos de los conflictos personales, familiares, de pareja, en el mundo, se deben a la falta comunicación? ¿No es cierto que a lo mejor si hubiésemos escuchado con atención y apertura, y hablado con caridad y calidad, hubiéramos podido evitar alguna de esas heridas que hoy llevamos en nosotros o que hemos procurado a otros? 
En Jesucristo, Dios ha abierto su corazón a toda la humanidad, para que sepamos quién y cómo es Dios, qué piensa, qué espera, qué hace por nosotros, y así no andemos hablando de Él erróneamente, como muchos lo han hecho y continúan haciéndolo.
A veces, nuestra incapacidad de comunicarnos, de entrar en comunión con los demás, se debe no a que tengamos el oído o la lengua atrofiados físicamente, sino el corazón. Los eventos dolorosos de nuestra vida, la falta de amor y comprensión por parte de los demás, las injusticias, las desilusiones, los abandonos, las maldades de otros seres humanos, pueden haber atrofiado nuestro corazón y robado nuestra alegría y deseo de comunicar y confiar en los demás. Jesús ha venido a sanarnos de todo eso, para que nos liberemos de esas cadenas pesadas que nos esclavizan e impiden que nuestra felicidad sea plena. Seguramente estamos siguiendo a Jesús desde hace tiempo, y sabemos bien que Él ha venido a sanar a todos. Pero el Evangelio de este domingo quiere que nos apartemos y nos dejemos conducir por Jesús hacia otro lugar, para hablarle a Él, para escuchar sus Palabras, para dejarnos acariciar por su misericordia y ser restaurados desde lo más íntimo. Seguramente hay heridas profundas que no sanarán de un día para otro, pero si buscamos con perseverancia a Jesús y nos estamos largos ratos con Él, si buscamos escuchar sus Palabras y obedecerlo siempre más y mejor, su Presencia nos irá transmitiendo la salud que tanto necesitamos. Él no nos cura por arte de magia, sino con su presencia en nosotros. De esta manera, buscando vivir conforme a sus enseñanzas, configurándonos siempre más a Él, su corazón saludable se hará uno con el nuestro y lo sanará, su esperanza será la nuestra, su caridad será nuestra caridad.
En resumidas cuentas, proclamar a Jesús como Señor y Salvador nuestro significa testimoniar lo que Él ha hecho por nosotros y sigue haciendo, contar sin pena de qué nos ha curado, de qué tristeza y fango nos ha sacado. Sólo así, a los demás se les abrirán los oídos y comenzarán a buscar a Aquel en quien pueden encontrar descanso y paz, porque nosotros los hemos encontrado en Él.
Paz y Bien.

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