
El domingo pasado escuchamos dos grandes obras que Jesús cumplió gracias a la fe de los que lo buscaban: sanó a la mujer con flujo de sangre y volvió a la vida a la hija de Jairo. Gracias a la fe de cada uno de estos personajes, Jesús regaló vida a cada uno.
Para comprender mejor el mensaje del Evangelio de este domingo, es necesario recordar algo que ya sabemos: que las Palabras de Jesús no siempre son acogidas por todos, si Él murió en la Cruz fue por el pecado, por el rechazo hacia su persona y sus palabras. Dice san Juan en su Evangelio que la Luz vino a los suyos, pero los suyos no la recibieron; pero a los que la recibieron, a los que creen en su Nombre, les dio el poder de llegar a ser hijos de Dios. Es real y verdadera la salvación, como también el rechazo de la misma.
En el Evangelio de este domingo escuchamos que Jesús, en sábado, enseñaba en la sinagoga. Y su enseñanza asombra y deja perplejos a muchos de sus oyentes. Y se preguntan: “¿Dónde aprendió este hombre tantas cosas? ¿De dónde le viene esa sabiduría y ese poder para hacer milagros? ¿Qué no es éste el carpintero, el hijo de María…?” La enseñanza de Jesús, impartida con autoridad y confirmada por los milagros, crea división entre sus oyentes. Y, como siempre, es mayor el número de los que no lo aceptan. ¿Qué les dijo Jesús para reaccionar así? El Evangelio de hoy no nos lo cuenta, pero conocemos bien su mensaje de salvación: que Dios no odia a nadie, que busca salvar a todos y sostenernos a todos para que caminemos siguiendo sus enseñanzas, que ama al pecador y le ofrece su perdón, que en su corazón de Padre bueno no hay lugar para hacer distinciones entre judíos y no judíos, que al Padre le urge llegar al corazón y a la vida de cada uno de sus hijos para que encuentre la vida, sea feliz y no muera, que no soporta la hipocresía ni las máscaras pues Él sólo busca darnos la fortaleza para levantarnos de las caídas y caminar en la verdad, como en plena luz del día.
En el fondo, la división provocada por su enseñanza descubre las verdaderas intenciones de los corazones. Jesús no proponía hacer el mal a nadie, sino todo lo contrario; su mensaje no trae destrucción, sino salud, no suscita tristeza sino inmensa alegría, no provoca guerras ni muertes sino reconciliación y vida. Pero eso sí, Jesús pide con fuerza a cada uno que CREAMOS, que tengamos fe en sus palabras, que nos dejemos moldear y cambiar desde lo más profundo… y eso es un largo camino, cuesta arriba. Creerle a Él nos lleva a confrontarnos con sus Palabras, con su Evangelio, y nada más. Los judíos de su tiempo no quisieron hacerlo, prefirieron sus tradiciones en lugar de aceptar la misericordia universal; prefirieron seguirse creyendo el pueblo elegido cerrando la entrada a todo extranjero, sin aceptar que su privilegio de ser el pueblo de Dios, sus elegidos, no tenía otra vocación que la de servir de instrumento en las manos de Dios para hacer llegar la salvación a todos, como decía el Antiguo Testamento.
Para comprender mejor el mensaje del Evangelio de este domingo, es necesario recordar algo que ya sabemos: que las Palabras de Jesús no siempre son acogidas por todos, si Él murió en la Cruz fue por el pecado, por el rechazo hacia su persona y sus palabras. Dice san Juan en su Evangelio que la Luz vino a los suyos, pero los suyos no la recibieron; pero a los que la recibieron, a los que creen en su Nombre, les dio el poder de llegar a ser hijos de Dios. Es real y verdadera la salvación, como también el rechazo de la misma.
En el Evangelio de este domingo escuchamos que Jesús, en sábado, enseñaba en la sinagoga. Y su enseñanza asombra y deja perplejos a muchos de sus oyentes. Y se preguntan: “¿Dónde aprendió este hombre tantas cosas? ¿De dónde le viene esa sabiduría y ese poder para hacer milagros? ¿Qué no es éste el carpintero, el hijo de María…?” La enseñanza de Jesús, impartida con autoridad y confirmada por los milagros, crea división entre sus oyentes. Y, como siempre, es mayor el número de los que no lo aceptan. ¿Qué les dijo Jesús para reaccionar así? El Evangelio de hoy no nos lo cuenta, pero conocemos bien su mensaje de salvación: que Dios no odia a nadie, que busca salvar a todos y sostenernos a todos para que caminemos siguiendo sus enseñanzas, que ama al pecador y le ofrece su perdón, que en su corazón de Padre bueno no hay lugar para hacer distinciones entre judíos y no judíos, que al Padre le urge llegar al corazón y a la vida de cada uno de sus hijos para que encuentre la vida, sea feliz y no muera, que no soporta la hipocresía ni las máscaras pues Él sólo busca darnos la fortaleza para levantarnos de las caídas y caminar en la verdad, como en plena luz del día.
En el fondo, la división provocada por su enseñanza descubre las verdaderas intenciones de los corazones. Jesús no proponía hacer el mal a nadie, sino todo lo contrario; su mensaje no trae destrucción, sino salud, no suscita tristeza sino inmensa alegría, no provoca guerras ni muertes sino reconciliación y vida. Pero eso sí, Jesús pide con fuerza a cada uno que CREAMOS, que tengamos fe en sus palabras, que nos dejemos moldear y cambiar desde lo más profundo… y eso es un largo camino, cuesta arriba. Creerle a Él nos lleva a confrontarnos con sus Palabras, con su Evangelio, y nada más. Los judíos de su tiempo no quisieron hacerlo, prefirieron sus tradiciones en lugar de aceptar la misericordia universal; prefirieron seguirse creyendo el pueblo elegido cerrando la entrada a todo extranjero, sin aceptar que su privilegio de ser el pueblo de Dios, sus elegidos, no tenía otra vocación que la de servir de instrumento en las manos de Dios para hacer llegar la salvación a todos, como decía el Antiguo Testamento.

La Palabra de Jesús no es deshumanizante, sino todo lo contrario, humaniza el corazón endurecido.
Al final del Evangelio, Jesús también se queda perplejo ante la incredulidad de sus propios parientes y los de su propia casa, es decir, su madre y sus hermanos y hermanas, que, como decíamos el domingo pasado, son todos aquellos que lo siguen y creen en Él. Tal vez hemos llegado a conocer en nuestra propia experiencia esta contradicción: creemos en Jesús, pero no le creemos a Jesús. Como Iglesia y seguidores de Jesús, debemos saber reconocer que no siempre lo seguimos, al menos no con la radicalidad necesaria, y que en muchos casos terminamos por entibiarnos en la fe. Hoy es el día en el que podemos decidir renovar nuestra fe y pedirle a Jesús que no detenga su obra en nosotros, que estamos dispuestos a seguirlo, a dejar viejas maneras de pensar y renovarnos, que nos ayude a apartarnos del camino del pecado y el egoísmo, que queremos crecer y madurar en la fe, la esperanza y caridad. Así llegaremos a ser de esos pocos que Jesús sí pudo sanar al imponerles las manos. Paz y Bien.
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