miércoles, 13 de junio de 2018

El Reino de Dios - Evangelio del 17/06/2018 - Domingo XI del Tiempo Ordinario - Mc 4, 26-34




En este Domingo XI del Tiempo Ordinario, la Palabra nos habla del Reino de Dios con dos parábolas bien conocidas: la primera dice que el Reino es como una semilla que tiene garantizado su crecimiento y su fruto, y la segunda que es como la más pequeña de las semillas, pero que crece y todos gozan de su presencia. Algo que nos queda claro del hecho que Jesús use palabras tan sencillas para explicar misterios tan grandes e importantes, es que busca que su mensaje sea comprendido por todos, que llegue a todos; Él mismo es ese sembrador que riega por doquier la semilla de la Palabra, sin importarle su desperdicio, como queriéndonos decir con su mismo ejemplo que el Reino no se le niega a nadie, va orecido a todos sin mirar nada más que su ser creaturas amadas por Dios. A veces nosotros nos detenemos mucho para calcular dónde convenga sembrar la fe, cuáles son los mejores métodos, quién la va a aceptar y quién me va a hacer perder el tiempo, etc. Jesús es claro: la verdadera Palabra de Dios sembrada hará crecer el Reino a su tiempo. Si nosotros identificamos la presencia del Reino con un cambio inmediato, nos desanimaremos rápidamente. El Reino lleva tiempo, se empasta con la vida de quien la recibe, es un proceso lento y seguro. No está al alcance de un click, como todo lo de hoy. Lo mejor de todo es que a Dios no le importa cuánto tiempo físico se lleve en madurar y dar fruto; si alguien acoge su Palabra, poco a poco irá echando raíces fuertes. 

Algo que debemos notar es ese proceso de crecimiento casi “automático” del Reino. Si siembras la Palabra, se dará el Reino. Tanto ayer como ahora, los que colaboramos en esta obra de fe quisiéramos ver ya sus frutos. ¿A caso no nos desesperamos cuando nuestra misma fe parece no dar frutos? ¿o cuando miramos que otros que van siempre a Misa u oran siempre parecieran ser los mismos de siempre? ¿A caso no nos ha venido a la mente el pensamiento de querer sacar del grupo, de la comunidad, a todos aquellos que no entienden? ¿A caso no hemos deseado que todos se conviertan en buenas personas ya como por arte de magia? El Reino nos pide confianza, saber esperar, caminar y luchar guiados por la fe. Además de la paciencia, esta parábola nos llama a darnos cuenta de la gratuidad que nos rodea: el Reino en mí es obra cierta del Espíritu de Dios. Hay cosas que no dependen de nosotros y nuestro esfuerzo. El amor de Dios se nos dona gratuitamente, no nos pide nada a cambio, siempre contaremos con la misericordia de Dios. Esta verdad debe llenarnos de paz y esperanza, y debe movernos a trabajar en ese mismo espíritu, sabiendo que si Dios nunca nos dejará y siempre nos rodeará de sus dádivas ¿qué podemos temer? ¿qué nos hará falta si el dueño del universo que se preocupa hasta de los pajarillos está de nuestra parte? ¿quién nos separará del amor en Cristo? 

Acostumbrados a hacer tantas cosas al mismo tiempo, a ocupar siempre nuestra mente y proyectar
siempre planes futuros, puede sucedernos que no lleguemos a gozar el presente en que vivimos. Por querer obtenerlo todo con nuestros esfuerzos, cerramos los ojos ante lo que nos ha sido regalado desde hace mucho tiempo y nos pertenece: la vida, la alegría, los bellos amaneceres, la familia, la comunidad, la fe, la pareja, los hijos, etc. Desde hace tiempo estoy convencido de que todo aquello que llena el corazón y lo hace feliz, no lo he comprado, me ha sido donado. Es muy gratificante comprar cosas con el fruto de nuestro trabajo, es lindo, pero es una locura llegar a creer que solamente si logro tener todo lo que deseo entonces sí llegaré a ser feliz, sin necesitar ni de los demás ni de Dios. Hay mucho que meditar en aquellas palabras de san Pablo: buscad los bienes de arriba. 

Resumiendo la primera parábola: el Reino es como la fe recta (pues bien sé qué esperar de la siembra y la acogida de la Palabra), como la esperanza cierta (que es paciencia y sosiego en la laboriosidad), como la caridad perfecta (que todo lo da gratis porque vivo gracias a la gratuidad de los demás y de Dios para conmigo). 

La segunda parábola nos habla también del Reino, pero desde su dimensión social. El Reino de Dios es algo tan grande que nos hace descubrirnos a todos y cada uno igualmente amados, igualmente en casa, desde la diversidad. El Reino de Dios a simple vista es algo insignificante como ese cambio interior que nadie nota a la primera, como el Cuerpo de Cristo enterrado tres días bajo tierra antes de resucitar, como una lección hogareña que los padres enseñan a sus hijos, como cuidar del enfermo, como la visita a un encarcelado, como dar un vaso de agua al sediento, como el perdón que día a día se otorga en los hogares, como enseñar el Padrenuestro a un pequeño, como tumbarse en el piso para amar jugando con los más pequeños. No hace ruido, no aparece en las noticias, pero sostiene en verdad el mundo. Si un hombre o una mujer sigue las enseñanzas de Jesús viviendo de ellas, día a día, llegará a una madurez exquisita, y todos los que encuentre en su camino, estando con él, se sentirán en casa, cobijados. Cabe preguntarnos en este punto: ¿los de mi grupo parroquial se sienten así estando conmigo? ¿mis hermanos de comunidad pueden sentirse protegidos, cobijados, al charlar conmigo? 



El Reino de Dios es maestro de humanidad; de hecho, las ramas del arbusto no crecen en vertical, sino en horizontal, figura que nos dice mucho sobre la hermandad que la Palabra, el Reino de Dios, crean o renuevan en la humanidad. No hay Reino de Dios si no nos descubrimos hijos de un mismo Padre, hermanos de la misma condición. En el Reino no hay cabida para ningún tipo de discriminación, de soberbia, de desigualdad. En cuanto seres humanos, ninguno es ni más ni menos que el otro; en cuanto al amor de Dios, ninguno es ni más ni menos amado por Él. Hay quienes acogen con mayor facilidad o entusiasmo o radicalidad la Palabra, pero eso sólo lo ve en toda su verdad la mirada limpia, pura, sincera, de Dios. El esfuerzo por mantenernos fieles a la Palabra recibida toca a cada uno, tomar decisiones concretas en favor del Reino y su justicia depende de nuestra confianza y fe en lo que ésta llegará a producir. 

Creo que esta Palabra nos llama también a esforzarnos más por sembrar la verdadera fe, a no centrarnos en devociones bellas y sentimentales si antes no nos hemos preocupado en cimentarnos en su Palabra conociéndola bien, a prepararme más en mi vida de unión con Dios, a orar más, a perfeccionar mi caridad, a recurrir siempre más confiadamente a su perdón estando convencido que sin Él nada puedo hacer, como los sarmientos se alimentan y viven unidos al tronco y su linfa. Dios me ha hecho parte de su Reino, su gracia me mueva a compartir a los demás el tesoro que he encontrado. El Reino de Dios es Dios reinando en mi vida. Paz y Bien. 

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