El Evangelio de san Marcos de este domingo XIII del tiempo ordinario, nos va a hablar de la fe de dos personajes, escuchemos lo que Dios quiere decirnos.
San Marcos nos cuenta dos milagros donde Jesús, gracias a la fe de los que lo buscan y confían, comunica verdadera vida. A simple vista pareciera que el segundo milagro es más grandioso, más espectacular que el primero, pues en éste cura a una mujer que tiene sangrado permanente mientras que en el segundo revive a una pequeña niña. Pero los detalles de la narración nos dicen mucho más acerca de lo que ocurrió aquí.
Regresando en barca a la orilla, un jefe de la sinagoga llamado Jairo pide a Jesús que venga a su casa, pues su hija de doce años está muy enferma. Se echa a sus pies y le hace la petición. Jesús accede y mientras va de camino a su casa sucede el primer milagro, el de la mujer con flujo constante de sangre. Hay que notar lo siguiente: los dos personajes son dos mujeres, una ya con 12 años de enfermedad y la otra, de apenas 12 años de edad. En la Biblia, el pueblo de Dios viene representado muchas veces bajo la figura de una mujer, y el número doce en la vida de estas dos mujeres se relaciona con las doce tribus de Israel, es decir, el pueblo de Dios. En este caso también esta mujer doble representa a todo el pueblo y su situación: no obstante tenga toda la vida por delante como la niña, está muriendo, y de hecho muere, sólo la intervención divina puede devolverle la salud y la vida; la antigua alianza estipulada en la ley, la cual conoce bien Jairo por ser jefe de la sinagoga, está pasando, palidece ante el cumplimiento de las promesas de Dios al enviar a Jesús ungido del Espíritu Santo, poder de Dios; la mujer con flujo de sangre es equiparada a los enfermos de lepra, pues, como ellos, padece un mal que la ley condena, la misma ley la aparta de la vida comunitaria, de la sinagoga, de Dios, de tocar a los demás. Igualmente, sólo la intervención divina puede devolverle la vida a esta mujer. La ley impedía tocar a un cadáver como la niña, la misma ley impedía tocar a esta mujer por su impureza. Aunque si una de ellas conserva aún la vida física, es considerada por todos como muerta, no cuenta para nada.
Tanto en uno como en otro milagro, los personajes hacen un camino de fe: Jairo y la mujer con flujo de sangre. Los dos deben vencer sus miedos y confiar en lo que Jesús les dice. Después que llega a saber que su hija ha muerto, Jairo escucha de labios de Jesús: “No temas, basta que creas”. La mujer es llamada por Jesús a salir de su anonimato y manifestar lo que ha ocurrido: “¿quién me ha tocado?”. Ella vence su miedo al sentirse curada; tenía ciertamente miedo porque no sabía lo que Jesús le iba a decir, a lo mejor esperaba un reproche porque ella, sabiéndose impura, no debía haberlo tocado. Pero confía en Jesús, no puede ser malo Aquel que le ha comunicado la salud.
Detengámonos aquí un momento. Jesús nos muestra que no está más muerto un cadáver que una persona que vive sin amor, sin Dios. Los dos casos necesitan la intervención divina para volver a vivir. En otra parte del Evangelio, Jesús nos dice que ha venido para que tengamos vida en abundancia. No tenerla por no poner nuestra fe en Él, equivale a estar muertos en vida, aunque riamos todos los días, aunque trabajemos mucho, aunque viajemos por el mundo, aunque lleguemos a tener todo lo que deseamos, incluso aunque recemos mucho. Creer en Jesús, entonces, es importantísimo, lo mismo que seguir creciendo en esta fe. A veces, aún siendo cristianos por nuestro bautismo, hemos dejado de recibir vida y salud por no estar unidos a la fuente de la vida con todo nuestro ser. Cuando seguimos a Jesús a medias, sin radicalidad, cuando somos tibios en la fe, cuando por cualquier cosa dejamos de frecuentar los sacramentos o de escuchar, meditar y vivir su Palabra, cuando la caridad no es más el motor de nuestras vidas y decisiones sino el egoísmo y el afán de tener, cuando nos alejamos de la comunidad y no participamos más de la vida de la Iglesia, estamos alejados de la fuente de la verdadera vida. Jesús nos dice también: “Yo soy la Vid, ustedes los sarmientos, sin mí nada pueden hacer”. ¿Es que ya lo olvidamos? ¿Es que nos hemos llegado a creer tan fuertes que no necesitamos ni de Dios ni de sus Palabras ni de la caridad, ternura y compasión? ¿Hemos llegado a creer que todo depende de nosotros, que todo debemos llegar a merecerlo, comprarlo? ¿Nos ha llegado a convencer el mundo acerca de lo que se dice de la religión, es decir, que no sirve para nada, que es para débiles de mente, que Jesús es sólo un amigo imaginario que te da consuelo psicológico? Jesús nos habla hoy y nos dice que Dios Padre es bondadoso, que quiere darnos gratuitamente el regalo de la verdadera vida, que quiere abrirnos los ojos para que veamos. Él es el médico, hagámosle caso, no nos creamos sanos, sin necesidad de su medicina y salud.
Crecer en la fe significa perseverar y arriesgarlo todo confiando en sus palabras, como lo hicieron los personajes del Evangelio. Pero muchos de nosotros nos conformamos con una oracioncita que nos dé consuelo psicológico para creer que somos verdaderos cristianos, o ir a la Iglesia una vez al año, no vaya yo a caer en fanatismos. ¡Me parece que Jesús nos dice clara y fuertemente hoy que la fe es algo tan grande que devuelve la vida a un muerto! Un tesoro tan grande no va desperdiciado ni menospreciado, ni vendido o cambiado por nada. Va buscado y poseído. No cambiemos la fe en Jesús, Hijo de Dios, Dios mismo con el Padre y el Espíritu Santo, por ninguna cosa, ideología o persona.
Hay cosas en la vida que no llegamos a comprender por qué sucedan, pero la fe, esa que nos dice que Dios es Padre bueno, debe movernos a exculparlo de tantas cosas que le hemos adjudicado. Si creemos que Dios es misericordia y bondad, entonces busquemos en Él misericordia y bondad; si Él es fortaleza, vida, paz y gozo, pidámosle fortaleza, vida, paz y gozo; si Él es consuelo, implorémosle el consuelo que nos falta. Él te lo dará, no temas, sólo ten fe. La fe nos descubre que la maldad en el mundo no es voluntad de Dios ni capricho suyo como muchos están convencidos cuando dicen que Dios podría remediar todos los males pero no quiere hacerlo. El mal es fruto del pecado de los hombres, no de Dios. Y Dios desea perdonarnos, extirpar el mal de nuestros corazones para que experimentemos en nosotros la vida y la comuniquemos a los demás.
Hay una frase que desde que la conocí me cautivó. La dijo el hermano Rafael, hoy San Rafael, monje trapense, en su diario espiritual: “Hay que saber esperar”. La fe tiene en sí esta dimensión de la espera. Lo que no se ve, se espera por fe. Lo que ya se posee no necesita de nuestra fe. En esta tierra la fe es nuestra luz que nos marca el camino. Si Jesús lo dijo lo hará, si Él lo prometió lo cumplirá. Ya hemos sido salvados por su muerte y resurrección, pero aún no hemos experimentado la plenitud de esta salvación que ya poseemos. Necesitamos saber esperar poniendo las manos en el arado sin mirar hacia atrás.
La fe es una espera confiada, sin alborotos ni desesperación, siempre con mucho esfuerzo y desgaste, a veces con mucho dolor, pero siempre consolados, sostenidos, perdonados y amados por Dios. No hay oscuridad tan negra donde la luz de la fe no pueda guiarnos el camino. Paz y Bien.
Regresando en barca a la orilla, un jefe de la sinagoga llamado Jairo pide a Jesús que venga a su casa, pues su hija de doce años está muy enferma. Se echa a sus pies y le hace la petición. Jesús accede y mientras va de camino a su casa sucede el primer milagro, el de la mujer con flujo constante de sangre. Hay que notar lo siguiente: los dos personajes son dos mujeres, una ya con 12 años de enfermedad y la otra, de apenas 12 años de edad. En la Biblia, el pueblo de Dios viene representado muchas veces bajo la figura de una mujer, y el número doce en la vida de estas dos mujeres se relaciona con las doce tribus de Israel, es decir, el pueblo de Dios. En este caso también esta mujer doble representa a todo el pueblo y su situación: no obstante tenga toda la vida por delante como la niña, está muriendo, y de hecho muere, sólo la intervención divina puede devolverle la salud y la vida; la antigua alianza estipulada en la ley, la cual conoce bien Jairo por ser jefe de la sinagoga, está pasando, palidece ante el cumplimiento de las promesas de Dios al enviar a Jesús ungido del Espíritu Santo, poder de Dios; la mujer con flujo de sangre es equiparada a los enfermos de lepra, pues, como ellos, padece un mal que la ley condena, la misma ley la aparta de la vida comunitaria, de la sinagoga, de Dios, de tocar a los demás. Igualmente, sólo la intervención divina puede devolverle la vida a esta mujer. La ley impedía tocar a un cadáver como la niña, la misma ley impedía tocar a esta mujer por su impureza. Aunque si una de ellas conserva aún la vida física, es considerada por todos como muerta, no cuenta para nada.
Tanto en uno como en otro milagro, los personajes hacen un camino de fe: Jairo y la mujer con flujo de sangre. Los dos deben vencer sus miedos y confiar en lo que Jesús les dice. Después que llega a saber que su hija ha muerto, Jairo escucha de labios de Jesús: “No temas, basta que creas”. La mujer es llamada por Jesús a salir de su anonimato y manifestar lo que ha ocurrido: “¿quién me ha tocado?”. Ella vence su miedo al sentirse curada; tenía ciertamente miedo porque no sabía lo que Jesús le iba a decir, a lo mejor esperaba un reproche porque ella, sabiéndose impura, no debía haberlo tocado. Pero confía en Jesús, no puede ser malo Aquel que le ha comunicado la salud.
Detengámonos aquí un momento. Jesús nos muestra que no está más muerto un cadáver que una persona que vive sin amor, sin Dios. Los dos casos necesitan la intervención divina para volver a vivir. En otra parte del Evangelio, Jesús nos dice que ha venido para que tengamos vida en abundancia. No tenerla por no poner nuestra fe en Él, equivale a estar muertos en vida, aunque riamos todos los días, aunque trabajemos mucho, aunque viajemos por el mundo, aunque lleguemos a tener todo lo que deseamos, incluso aunque recemos mucho. Creer en Jesús, entonces, es importantísimo, lo mismo que seguir creciendo en esta fe. A veces, aún siendo cristianos por nuestro bautismo, hemos dejado de recibir vida y salud por no estar unidos a la fuente de la vida con todo nuestro ser. Cuando seguimos a Jesús a medias, sin radicalidad, cuando somos tibios en la fe, cuando por cualquier cosa dejamos de frecuentar los sacramentos o de escuchar, meditar y vivir su Palabra, cuando la caridad no es más el motor de nuestras vidas y decisiones sino el egoísmo y el afán de tener, cuando nos alejamos de la comunidad y no participamos más de la vida de la Iglesia, estamos alejados de la fuente de la verdadera vida. Jesús nos dice también: “Yo soy la Vid, ustedes los sarmientos, sin mí nada pueden hacer”. ¿Es que ya lo olvidamos? ¿Es que nos hemos llegado a creer tan fuertes que no necesitamos ni de Dios ni de sus Palabras ni de la caridad, ternura y compasión? ¿Hemos llegado a creer que todo depende de nosotros, que todo debemos llegar a merecerlo, comprarlo? ¿Nos ha llegado a convencer el mundo acerca de lo que se dice de la religión, es decir, que no sirve para nada, que es para débiles de mente, que Jesús es sólo un amigo imaginario que te da consuelo psicológico? Jesús nos habla hoy y nos dice que Dios Padre es bondadoso, que quiere darnos gratuitamente el regalo de la verdadera vida, que quiere abrirnos los ojos para que veamos. Él es el médico, hagámosle caso, no nos creamos sanos, sin necesidad de su medicina y salud.
Crecer en la fe significa perseverar y arriesgarlo todo confiando en sus palabras, como lo hicieron los personajes del Evangelio. Pero muchos de nosotros nos conformamos con una oracioncita que nos dé consuelo psicológico para creer que somos verdaderos cristianos, o ir a la Iglesia una vez al año, no vaya yo a caer en fanatismos. ¡Me parece que Jesús nos dice clara y fuertemente hoy que la fe es algo tan grande que devuelve la vida a un muerto! Un tesoro tan grande no va desperdiciado ni menospreciado, ni vendido o cambiado por nada. Va buscado y poseído. No cambiemos la fe en Jesús, Hijo de Dios, Dios mismo con el Padre y el Espíritu Santo, por ninguna cosa, ideología o persona.
Hay cosas en la vida que no llegamos a comprender por qué sucedan, pero la fe, esa que nos dice que Dios es Padre bueno, debe movernos a exculparlo de tantas cosas que le hemos adjudicado. Si creemos que Dios es misericordia y bondad, entonces busquemos en Él misericordia y bondad; si Él es fortaleza, vida, paz y gozo, pidámosle fortaleza, vida, paz y gozo; si Él es consuelo, implorémosle el consuelo que nos falta. Él te lo dará, no temas, sólo ten fe. La fe nos descubre que la maldad en el mundo no es voluntad de Dios ni capricho suyo como muchos están convencidos cuando dicen que Dios podría remediar todos los males pero no quiere hacerlo. El mal es fruto del pecado de los hombres, no de Dios. Y Dios desea perdonarnos, extirpar el mal de nuestros corazones para que experimentemos en nosotros la vida y la comuniquemos a los demás.
Hay una frase que desde que la conocí me cautivó. La dijo el hermano Rafael, hoy San Rafael, monje trapense, en su diario espiritual: “Hay que saber esperar”. La fe tiene en sí esta dimensión de la espera. Lo que no se ve, se espera por fe. Lo que ya se posee no necesita de nuestra fe. En esta tierra la fe es nuestra luz que nos marca el camino. Si Jesús lo dijo lo hará, si Él lo prometió lo cumplirá. Ya hemos sido salvados por su muerte y resurrección, pero aún no hemos experimentado la plenitud de esta salvación que ya poseemos. Necesitamos saber esperar poniendo las manos en el arado sin mirar hacia atrás.
La fe es una espera confiada, sin alborotos ni desesperación, siempre con mucho esfuerzo y desgaste, a veces con mucho dolor, pero siempre consolados, sostenidos, perdonados y amados por Dios. No hay oscuridad tan negra donde la luz de la fe no pueda guiarnos el camino. Paz y Bien.
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