jueves, 17 de mayo de 2018

Pentecostés – Evangelio del 20/05/2018 – Jn 15,26-27; 16,12-15


Celebramos este Domingo la gran Solemnidad de Pentecostés, el don del Espíritu Santo.
 Como hemos escuchado muchas veces, el Espíritu Santo es Dios mismo, en su misterio Trinitario: tres personas, un solo Dios.
 El Evangelio de este Domingo, tomado de San Juan, lo llama Paráclito, Espíritu de la Verdad y proveniente del Padre. Paráclito se traduce comúnmente como abogado, defensor, consolador o consejero.

Sus raíces griegas son:
 -  el prefijo “para”, que significa “junto a”, “de parte de”. Entre otros significados, prevalece el de “estar”;
 -  el verbo “kalein”, que significa “llamar, convocar”, del cual también procede “Iglesia”;
 -  y el sufijo “-tos”, que indica que ha recibido la acción.
 De ahí la traducción como “abogado” y otros términos, que aluden a Uno que ha sido llamado para estar a y de nuestro lado, activamente.

 “Espíritu de la Verdad”. Cristo en el Evangelio se ha revelado como Camino, Verdad y Vida. Si Cristo es la Verdad, el Espíritu Santo nos abre los ojos para ver esta verdad en su misterio, nos atrae hacia ella, nos hace conocerla y nos mueve a abrazarla. El Espíritu de la Verdad es el Espíritu de Cristo.

 “Que proviene del Padre”. El catecismo de la Iglesia (n. 689) nos dice que es inseparable del Padre y del Hijo, tanto en la vida íntima de la Trinidad como en su don de amor para el mundo; también afirma que la fe de la Iglesia profesa la distinción de las Personas: Cristo es quien se manifiesta, Imagen visible de Dios invisible, pero es el Espíritu Santo quien lo revela.

 En esta gran solemnidad, celebramos el misterio del don del Espíritu Santo donado a cada uno de nosotros para nuestra salvación. Él es parte fundamental de la salvación: si hoy podemos profesar la fe en Cristo es gracias a su obra interior en nosotros; si hoy llamamos a Dios Padre lo hacemos en el Espíritu Santo. Es Él quien nos hace Hijos de Dios, pues nos introduce en el misterio insondable de Dios, misterio que el Espíritu Santo conoce íntimamente y nos comunica.

 ¿Por qué invocamos sobre nosotros el Espíritu de Dios especialmente en este día? Porque celebramos sacramentalmente el misterio que hemos ya mencionado, su presencia que nos transforma y santifica, porque al presentar ante nosotros el misterio de Jesús y disponer nuestro corazón a aceptarlo, ahí nacemos como nuevas creaturas, ahí se realiza el misterio de nuestra redención, haciendo de nosotros hijos de Dios.

 El Espíritu Santo de Dios no hace magia en nuestra vida; nos abre a la fe y se manifiesta en nosotros para que seamos fieles a la Verdad recibida. Todos hemos escuchado hablar o hemos visto supuestas manifestaciones exteriores de su presencia, muchas de ellas verdaderas, otras no. La obra del Espíritu de Dios es sobre todo interior: busca liberarnos, hacernos experimentar y sentir fortaleza y confianza para testimoniar que Jesucristo es el Salvador. Su presencia nos consuela, nos restaura, nos convence para no alejarnos de la Verdad que es Cristo. Toda supuesta manifestación que no nos mueva a ser testigos de Cristo con nuestras obras es falsa, o por lo menos incompleta. La fe, obra del Espíritu Santo, se manifiesta en nuestras obras.

 Es muy bello experimentar su presencia: nos dona paz, alegría, gozo, fortaleza, sabiduría, consejo, entendimiento, piedad, temor de Dios y mucho más.  Su presencia no es amenazante, sino reveladora.
 Es cierto que en nuestro bautismo hemos recibido sacramentalmente el don del Espíritu Santo, y que Este no se irá nunca de nuestro lado: para siempre seremos hijos de Dios. Pero también es cierto que podemos no hacerle caso, decidir no seguir su consejo. Si lo invocamos sobre nosotros no es para despertarlo como si durmiera, o porque no esté en nosotros ya; al contrario, al invocarlo es Él quien nos despierta de la muerte espiritual que el pecado ha producido en nosotros, nos resucita de la muerte.

Dice el Evangelio de este día que el Espíritu de la Verdad “nos introducirá en toda la verdad, nos dirá lo que ha oído y nos anunciará lo que irá sucediendo”. Es un misterio que abraza presente, pasado y futuro, por así decirlo. En el presente, hoy, nos hace conocer la Verdad, nos habla de lo que ha visto y nos asegura para el futuro. Cabe preguntarnos: ¿qué espero yo de esta fiesta de Pentecostés? ¿un milagro exterior? ¿Qué “me cambie” sin yo hacer nada? 

El Espíritu de Dios no hará lo que nos toca a nosotros hacer, pero sí nos sostendrá. No podemos esperar en este día que veamos lenguas de fuego o que se nos aparezca como una “paloma”. Ya mencionamos que la obra del Espíritu Santo es sobre todo interior. Esto significa que es una experiencia real, pero también personal e íntima. Él puede hacernos experimentar tal seguridad, fortaleza, salud y confianza en Dios y su salvación, que deseemos sólo comunicarlo a los demás, a los que aún no lo conocen y viven temerosos, angustiados o tristes y con un futuro incierto. Su presencia nos hace tomar la decisión de querer ser discípulos de Cristo y seguidores suyos; nos hace poner manos a la obra en la actuación del amor al prójimo; nos hace descubrir gozo y paz justo ahí en las situaciones más adversas; nos hace experimentar la infinita misericordia de Dios y la certeza del perdón de nuestros pecados de tal manera que nos sintamos ligeros, alegres y totalmente renovados; nos hace vivir la vocación a la que hemos sido llamados: ser santos.

 Es el Espíritu Santo quien nos hace capaces de ser y sentirnos amados profundamente por el Padre del cielo, redimidos por la muerte y resurrección de Cristo que se ha ofrecido para nuestra salvación. Esta certeza de saber que Dios piensa en mí, se preocupa y se ocupa de mí, nos hace vivir seguros nuestra vida presente y confiar en el futuro, pues con Él a nuestro lado como Paráclito, nada puede angustiarnos ni destruirnos. En nuestra vida aquí en la tierra puede ser que nos toquen experiencias difíciles, grandes desilusiones, incluso terribles situaciones ante las cuales lleguemos a pensar: ¿en verdad Dios está aquí en medio de tanta maldad humana? El Espíritu Santo se encargará de fortalecernos, de lograr que en nuestra debilidad y en la situación más terrible, continuemos siendo luz, una interrogante para los demás: ¿y éste porqué sigue creyendo si le está yendo tan mal? Pensemos a Cristo mismo en la Cruz, cuando se vio tentado a bajar de ella, cuando el Padre Dios no le ahorró el sufrimiento de la Cruz: el Espíritu de Dios se convirtió en su fortaleza, en su fidelidad, en su perdón hacia los que lo crucificaban; pensemos a los mártires que inexplicablemente se mantuvieron fieles hasta el final, incluso siendo amenazados de muerte, torturados, sentenciados y ejecutados: el Espíritu de Dios les dio palabras de Verdad y fortaleza en el dolor. Lo mismo sucede hoy y sucederá siempre, pues hemos recibido su unción: seremos testigos de la Verdad que hemos conocido y experimentado si le permitimos guiar nuestra vida en obediencia a su voz.

Hoy más que nunca necesitamos fuertes y valientes testigos de Cristo para combatir el egoísmo y la maldad del mundo; por ello es necesario que hoy nos llenemos de su Espíritu Santo, buscándolo constantemente en los sacramentos, en la oración, en la caridad con el prójimo. Todo esto nos preparará para dar testimonio de la Verdad cuando nos sea requerido. Nadie puede testimoniar la Verdad si no vive en ella y de ella.

 En fin, todo en la Iglesia es obra del Espíritu Santo. Toda gracia proviene de Él, toda misericordia del Padre nos llega a través de su presencia, toda Palabra de Verdad que es Cristo la comprendemos, abrazamos y anunciamos porque el Espíritu de Dios mora en nosotros, nos ha ungido. No hay cristianismo sin vida en el Espíritu, no hay salvación sin este Paráclito, el cual nos defiende del maligno y nos hace vencedores en el combate espiritual. Así como María, la madre de Jesús, fue llena del Espíritu Santo y dio a luz al Salvador, también nosotros, llenos del Espíritu de Dios cada vez más, seremos capaces de dar a Cristo a los demás. Paz y Bien.

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