¿Obligados a amar?
El Evangelio de este VI Domingo del tiempo de Pascua está tomado de san Juan capítulo 15, versículos del 9 al 17, y nos habla de Jesús que da a sus discípulos la indicación de permanecer en su amor cumpliendo los mandamientos, diciéndoles también: “Este es mi mandamiento: que se amen unos a otros como yo los he amado”.
Comencemos preguntándonos si sea lícito que alguien nos de el mandamiento de amar. Si hay algo a lo que nadie nos puede obligar, es justamente a amar. Nos pueden obligar a hacer algo que no queramos, incluso algo malo, pero si lo hacemos forzados a cumplirlo, lo haremos sin amar lo que nos mandan. Entonces nadie puede obligarme a amar. Para descubrir el sentido y la vida que se esconden en el mandamiento del amor, debemos partir de otro lado: el amor que Jesús nos mostró y nos sigue mostrando hoy.
Jesús dice: ámense como yo los he amado. Él ha mostrado su extremo amor a los discípulos momentos antes al lavarles los pies, al partir con ellos el pan y compartir su vino, haciendo de ellos sus amigos y no sus sirvientes, más aún, poniéndolos en el lugar de sus señores. Es como si Cristo les dijera: Yo soy de ustedes. ¡Qué grande amor revestido de verdadera misericordia, humildad y servicio! De este amor que nos ha amado primero, que nos ha cautivado profundamente, es que nace nuestra respuesta de amor hacia Jesús. Sanando a todos, estando cerca de los que han sido menospreciados, lavando los pies a todos, dando su vida en la cruz y resucitando es como Jesús nos ha amado. El mandamiento nuevo del amor nace precisamente de la nueva identidad que Jesús nos ha ofrecido en regalo: ser sus amigos, hijos amados de su Padre. Nadie es capaz ni de amar así ni de entender este amor total si no ha vivido en carne propia la experiencia de misericordia y amor de Dios en su vida. Nosotros la hemos vivido. Esta ha comenzado sacramentalmente en nuestro bautismo, y aumentado con el pasar de los años y la experiencia de los otros sacramentos.
Comencemos preguntándonos si sea lícito que alguien nos de el mandamiento de amar. Si hay algo a lo que nadie nos puede obligar, es justamente a amar. Nos pueden obligar a hacer algo que no queramos, incluso algo malo, pero si lo hacemos forzados a cumplirlo, lo haremos sin amar lo que nos mandan. Entonces nadie puede obligarme a amar. Para descubrir el sentido y la vida que se esconden en el mandamiento del amor, debemos partir de otro lado: el amor que Jesús nos mostró y nos sigue mostrando hoy.
Jesús dice: ámense como yo los he amado. Él ha mostrado su extremo amor a los discípulos momentos antes al lavarles los pies, al partir con ellos el pan y compartir su vino, haciendo de ellos sus amigos y no sus sirvientes, más aún, poniéndolos en el lugar de sus señores. Es como si Cristo les dijera: Yo soy de ustedes. ¡Qué grande amor revestido de verdadera misericordia, humildad y servicio! De este amor que nos ha amado primero, que nos ha cautivado profundamente, es que nace nuestra respuesta de amor hacia Jesús. Sanando a todos, estando cerca de los que han sido menospreciados, lavando los pies a todos, dando su vida en la cruz y resucitando es como Jesús nos ha amado. El mandamiento nuevo del amor nace precisamente de la nueva identidad que Jesús nos ha ofrecido en regalo: ser sus amigos, hijos amados de su Padre. Nadie es capaz ni de amar así ni de entender este amor total si no ha vivido en carne propia la experiencia de misericordia y amor de Dios en su vida. Nosotros la hemos vivido. Esta ha comenzado sacramentalmente en nuestro bautismo, y aumentado con el pasar de los años y la experiencia de los otros sacramentos.
Con su resurrección, a los que creemos en Él nos ha dado el poder ser hijos de Dios, hijos de la luz, y nos ha dado un corazón nuevo y ha puesto en nosotros un espíritu nuevo, somos nuevas creaturas, hijos liberados de la manera más extraordinaria. ¡Y nadie querría volverse a encadenar por el pecado una vez liberados de su peso! Exactamente aquí se injerta el mandamiento nuevo de Jesús, para sus hijos renovados totalmente, hechos de nuevo: amando permaneceremos libres, seguiremos siendo nuevas creaturas. El sentido del mandamiento, del imperativo que Jesús nos da de amar y cumplir los mandamientos, se nos descubre aquí como la más libre obediencia: obedezco para permanecer en esta libertad que me ha sido donada, porque la deseo y he descubierto una alegría en ella que ninguna otra cosa me ha dado: “El amor consiste en esto: no en que nosotros hayamos amado a Dios, sino en que Él nos amó primero y nos envió a su Hijo como víctima de expiación por nuestros pecados.” Nunca dejarán de consolarnos y maravillarnos estas palabras. Y por este amor gratuito e inmerecido es que nunca perderemos el don de ser nuevas creaturas e hijos de Dios, ningún pecado puede cancelar o hacer desaparecer lo que Dios ha puesto en nuestras manos; pero también es cierto que, en nuestra libertad, habiendo sido liberados, podemos escoger nuevamente el yugo del pecado. Haciendo así, escogemos apartarnos de la fuente de la vida, y alejándonos de Dios podemos llegar a rechazar el plan de salvación que Él ha preparado para nosotros.
Ser amados por Dios es la experiencia más bella que podemos vivir. Ésta es capaz de donarnos alegría donde todo es tristeza, de hacer que seamos luz en medio de la oscuridad, de infundirnos la misma fortaleza de Dios para soportar las adversidades más grandes. Ya nos decía Jesús el domingo pasado que Él es la vid y nosotros los sarmientos.
Pero viviendo la experiencia del amor de Dios, Jesús nos dice también: permanezcan en mi amor, cumplan mis mandamientos. Y eso sí que es difícil y cuesta la vida. Jesús no sólo nos dio el ejemplo de amar a los que nadie ama o a los enemigos, sino que nos da la posibilidad de hacerlo, si estamos unidos a Él, pues el amor viene de Dios. En este mundo hay personas que no queremos realmente amar: los delincuentes, los asesinos, los ladrones, los que nos han hecho daño, los que son injustos y egoístas, y un largo etcétera. Por ello, no debemos jamás dejar de estar unidos a Aquel que continuamente nos renueva en el amor y nos sana el corazón y las heridas. Sin Él, no lo lograremos, pues amar como Dios lo hace sólo puede realizarlo Él en nosotros a través de su Espíritu. Ahora bien, ¿cuánto buscamos estar unidos a Dios en nuestra vida cotidiana, cuánto nos esforzamos en verdad? ¿Oramos, nos nutrimos de su cuerpo y su sangre, meditamos su Palabra? ¿Lo buscamos en la comunidad, vivimos la caridad? ¿Luchamos contra nuestro egoísmo? ¿Nos dejamos corregir en nuestros errores? Realmente tenemos a nuestro alcance los medios para nuestra conversión, para permanecer unidos a Él, y permitirle así fortalecer también nuestra voluntad. El amor nos indica el camino y nos impulsa, la voluntad nos hace poner manos a la obra en aquello que hemos visto como el camino de nuestra felicidad.
El amor que Cristo nos ha mostrado es un amor universal, que no excluye a nadie: ni a hombres ni a mujeres, ni ha pobres ni a ricos, ni a justos ni a injustos, ni a creyentes ni ateos, ni a heterosexuales ni a homosexuales, ni a casados ni a divorciados, ni a niños ni a ancianos, ni a quienes no son simpáticos ni tampoco a los que nos han hecho daño. Para nosotros solos con nuestro pequeño amor no es posible, para nosotros con Dios de nuestro lado, todo es posible. Pregúntate: ¿hay personas que están quedando excluidas de nuestro amor? ¿Quiénes?
Cuando sintamos que no es posible seguir a Jesús a causa de nuestras debilidades y fallas, recuerda las palabras que nos dice también este domingo: “No son ustedes los que me han elegido, soy yo quien los ha elegido y los ha destinado para que vayan y den fruto, y su fruto permanezca, de modo que el Padre les conceda cuanto le pidan en mi nombre”. Jesús nos ha elegido no porque haya visto que nosotros sí hemos mostrado la capacidad o la dignidad para ser sus discípulos, sino porque Él conoce el poder del Espíritu de Dios, su obra transformadora. Mientras más pobre sea su instrumento, más brillará su gloria. Por eso san Pablo decía: “yo me glorío en mis debilidades”.
Así pues, hermanos, participemos este domingo en la Eucaristía con toda nuestra mente, con todas nuestras fuerzas, con toda nuestra alma, conscientes de que es Dios quien nos ha amado primero, es Él quien nos ha elegido y es Él quien nos sostendrá siempre, si se lo permitimos viviendo en obediencia a su Palabra y nutriéndonos de su cuerpo y su sangre. ¡Paz y Bien!
Cuando sintamos que no es posible seguir a Jesús a causa de nuestras debilidades y fallas, recuerda las palabras que nos dice también este domingo: “No son ustedes los que me han elegido, soy yo quien los ha elegido y los ha destinado para que vayan y den fruto, y su fruto permanezca, de modo que el Padre les conceda cuanto le pidan en mi nombre”. Jesús nos ha elegido no porque haya visto que nosotros sí hemos mostrado la capacidad o la dignidad para ser sus discípulos, sino porque Él conoce el poder del Espíritu de Dios, su obra transformadora. Mientras más pobre sea su instrumento, más brillará su gloria. Por eso san Pablo decía: “yo me glorío en mis debilidades”.
Así pues, hermanos, participemos este domingo en la Eucaristía con toda nuestra mente, con todas nuestras fuerzas, con toda nuestra alma, conscientes de que es Dios quien nos ha amado primero, es Él quien nos ha elegido y es Él quien nos sostendrá siempre, si se lo permitimos viviendo en obediencia a su Palabra y nutriéndonos de su cuerpo y su sangre. ¡Paz y Bien!
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