viernes, 13 de abril de 2018

¡Tengan paz! - Evangelio del 15/04/2018 - III Domingo de Pascua - Lc 24, 35-48


El Evangelio de este domingo nos cuenta un episodio conclusivo de las apariciones de Jesús a sus discípulos.
Comienza diciéndonos que los dos discípulos de Emaús, los que han reconocido a Jesús al partir el pan, llegaron al sitio donde estaban reunidos los apóstoles y les contaron lo sucedido.
Jesús insiste en mostrarse a sus discípulos; deben aprender a reconocerlo y saber bien que Él no es ni un fantasma ni alguien distinto al que conocieron en esta tierra.
Cuando Jesús se hizo presente en medio de ellos, lo primero que les dijo fue: “Tengan paz”. Los discípulos estaban desconcertados y atemorizados, pues creían ver un fantasma. Así como hoy muchos creen en espíritus y en fantasmas, también en el tiempo de Jesús muchos creían en la separación del cuerpo y el alma al morir, pensando que “el espíritu” de un ser humano seguía viviendo, pero no pertenecía ya al mundo “de los vivos”, sino al de los muertos. Jesús recalca: “No teman, soy yo, ¿por qué se espantan? ¿por qué surgen dudas en su interior? Miren mis manos y mis pies; soy Yo en persona; tóquenme y convénzanse”. Jesús busca asegurarles que es Él mismo, no es un espíritu que pertenezca al reino de los muertos, sino uno que ha vencido la muerte. El hecho de que se ponga a comer con ellos y les diga que tiene carne y huesos, subraya que su presencia no es la de un muerto, sino la de uno que vive.
Hay mucho que profundizar en este acontecimiento de la resurrección: Jesús murió, pero venció la muerte, y esta no tiene ya ningún poder sobre Él. Él tiene una nueva vida, con un cuerpo glorioso y sin perder su identidad. El que conocieron en la tierra es el mismo que hoy está sentado a la diestra de Dios. La verdadera fe en la Resurrección, en Jesús resucitado, debe echar fuera de nosotros toda superstición, todo miedo y creencias populares sobre fantasmas y espíritus: al vencer Jesús la muerte nos dice que los que murieron creyendo en su resurrección, hoy viven con Él, y no pertenecen al reino de los muertos, no son fantasmas. Cuántas historias hemos escuchado sobre espantos, fantasmas, etc., y cuántas de ellas aún hoy seguimos repitiendo y contando a otros, contribuyendo a su propagación. Como cristianos no debemos creer en esas cosas. Jesús nos dice que ciertamente el mal existe, pero los que creen en Él vencerán la muerte, y no morirán jamás.
En la resurrección de Jesús se cimenta nuestra devoción en los santos de la Iglesia: éstos, como Jesús, no pertenecen al reino de los muertos, y como Él tienen un cuerpo glorioso, y por ello podemos hablarles, pedirles, rezarles, pues realmente escuchan e interceden por nosotros. Somos el cuerpo de Cristo, su Iglesia, y los Santos, como nos enseña el catecismo de la Iglesia, forman parte de la Iglesia del cielo. Ojalá y el Señor suscite en nosotros la devoción a algún santo con el que nos identifiquemos, para aprender de su vida en la tierra y tenerlos como amigos del cielo. No son amigos imaginarios, son verdaderos seres vivos que escuchan y están ahí para interceder por nosotros. Son modelo también a los cuales podemos y debemos imitar.
Después, el Evangelio nos dice que Jesús les mostró las manos y los pies, como hizo con Tomás, el que aún no creía. Nuevamente Jesús nos dice que para poder reconocerlo debemos centrar nuestra fe en que el mismo que murió es el mismo que Resucitó, el mismo que sufrió la cruz es el mismo que obra nuestra salvación y nos ofrece la nueva vida en el perdón de Dios. Podemos reconocer su presencia, su vida en nosotros, cuando nos convencemos que sus llagas son el punto crucial de nuestra fe: el que fue herido es el Resucitado, el que cargó con nuestros pecados es el que Dios resucitó de entre los muertos. Por ello no podemos anunciar a Jesús sin anunciar su muerte por nosotros, su muerte salvadora y redentora.
Dice Jesús que lo que le sucedió, Él mismo ya lo había dicho; tenía que cumplirse todo lo que estaba escrito de Él en la ley de Moisés, en los profetas y en los Salmos. Uno de los Padres de la Iglesia decía que desconocer las Escrituras es desconocer a Cristo. Nos es muy útil en nuestra fe de cristianos conocer el Antiguo Testamento, ya que ahí se nos habla de Cristo, ahí ya estaba escrito y prefigurado el plan de Dios que hemos visto cumplirse plenamente en Jesús. ¿Cuánto conocemos las Escrituras? ¿Hemos aprendido a interpretar el Antiguo Testamento como nos enseña hoy la Iglesia, refiriendo a Jesús todo lo que ahí encontramos? ¿Cuánto conocemos la ley de Moisés, los Profetas y los Salmos? Como Iglesia de Cristo, en nuestra vida de fe es central la divina Liturgia, los sacramentos, las Escrituras, así como también la oración, la caridad de cada día, la esperanza del cielo, la enseñanza y el anuncio de la fe a los demás. ¿Cuánto yo me ocupo de todo esto en mi vida de fe? ¿sigo creyendo que la religión se trata sólo entre Dios y yo?

“Entonces les abrió el entendimiento para que comprendieran las Escrituras”, continúa el Evangelio. ¡Cuánto debemos pedir a Dios que nos conceda esto en nuestras súplicas de cada día! La comprensión de la Escritura no es solamente conocimiento teórico, docto, teológico, sino vivo, como ya decía Jesús a los suyos: “El que me conoce cumple mis mandamientos”. Conforme nos adentramos en el estudio de la Escritura unido a una vida de conversión efectiva, más crece nuestra fe, más se afianza nuestra esperanza, más se enciende nuestra caridad. Un cristiano que solamente “sabe” los pasajes de la Biblia, a lo mejor de memoria, pero no vive la lucha contra el propio pecado, no se esfuerza por hacer su parte que le toca en la transformación del mundo, no se preocupa de los pequeños y desamparados, en realidad no conoce a Cristo. Un matrimonio cristiano que lleva su fe por un lado y su vida conyugal por otro distinto, no tiene un conocimiento completo de Cristo. Conocer a Jesús aquí en la tierra es saber que tendremos muchas luchas, pero que Dios nos cuida y sostiene siempre; que vale la pena ser honestos y aprender a perdonar; que es necesario (como en Jesús) que nos sucederán muchas pruebas de fidelidad, pero que al final se cumplirán en nosotros las Escrituras y seremos salvados; que es necesario pedir insistentemente el Espíritu de Dios y su gracia para poder levantarnos de nuestras caídas y levantar a otros, para poder perdonar y pedir perdón. Vale la pena preguntarnos en este punto ¿a quién necesito perdonar actualmente? ¿a quién necesito pedir perdón por lo malo que yo he cometido? ¿Cuáles son mis pecados de omisión, todo ese bien que he dejado de hacer? ¿Quiero descubrir y conocer a Jesús realmente ahí donde me ha dicho que lo encontraría, es decir, en las Escrituras, en los sacramentos, en la caridad, en la oración, en la comunidad eclesial, en los pobres? Démonos cuenta que está muy cerca de nosotros la tentación de vivir nuestro cristianismo sólo como conocimiento intelectual de unos dogmas, sin que esta fe me cambie y dirija mi vida.

Jesús concluye el Evangelio de este Domingo diciéndonos a nosotros mismos que somos testigos de todo esto, que debemos predicar y anunciar a todos la necesidad de volverse a Dios para el perdón de los pecados.
Hoy, el mundo no quiere saber nada de “pecados”, simplemente pretende ocultar esta realidad creyendo que todo me está permitido, que soy libre para elegir el camino que más me plazca, que tengo el derecho de construir la verdad que más me convenga. Y podemos ver hoy cómo domina a muchos, y a veces a nosotros mismos, esa idea de que “si quiero y si puedo hacer algo, entonces me está permitido”. Sigue habiendo una venda que cubre los ojos de los hombres y mujeres de hoy, que les impide conocer y experimentar que el camino de paz y felicidad que Dios nos indica es el que nos hará verdaderamente felices y verdaderos seres humanos, que el pecado es una realidad que nos destruye y nos desvía de nuestra meta. Nosotros hemos creído que Jesús es el Hijo de Dios que ha venido al mundo para salvarnos y ha muerto y resucitado para donarnos el perdón de los pecados y su misma vida. Somos testigos de todo esto, hemos sido iluminados por su Luz, y el cirio que consagramos en la Vigilia Pascual nos lo recuerda vivamente. Somos testigos de la vida y las Palabras de una persona que hoy está presente en medio de nosotros, no de una ideología o de una doctrina.       Paz y Bien.

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