Reflexionemos la Palabra que se nos da para el alimento de este día, tomada del Evangelio de Lucas, capítulo cuarto, versículos del 24 al 30.
Al Evangelio de hoy lo precede la narración de las tentaciones de Jesús en el desierto y cuando Jesús lee en la sinagoga “El Espíritu del Señor está sobre mí, porque me ha consagrado por la unción. Él me envió a llevar la Buena noticia a los pobres, a anunciar la liberación a los cautivos y la vista a los ciegos, a dar la libertad a los oprimidos y proclamar un año de gracia” y diciendo que esa Palabra se ha cumplido Hoy.
Jesús está cumpliendo su misión: revelar que Él es el rostro misericordioso del Padre y anunciarlo a todos, porque el Padre desea la salvación de todos. Esto asombra a los judíos, que pasan de la admiración de sus palabras a querer deshacerse de Él, después que les dice que nadie es profeta en su tierra.
Nosotros seguramente hemos empleado esta frase cuando hablando de parte de Dios no nos han querido escuchar, nos han rechazado. “Nadie es profeta en su tierra”, y así nos sentimos que hemos cumplido el encargo de Dios y ya no está en mis manos la respuesta del otro. Pero ¿está bien esta interpretación?
Recordemos que Jesús es un profeta, como Él mismo lo dice, y más que un profeta, pues es el Hijo amado de Dios, el que lo conoce íntimamente desde siempre. Al anunciar la salvación a los que no pertenecían al pueblo de Dios, Jesús revela tantas cosas: que Él es el enviado; que el pueblo judío, profeta por naturaleza, ha recibido la elección para servir de salvación a muchos; que por naturaleza un profeta va a ser enviado por Dios hacia afuera, hacia los que se han perdido y Él busca ayudar; que nadie es dueño del mensaje que anuncia, sino sólo instrumento de salvación por la confianza que Dios deposita en Él; que en el primero que debe calar el mensaje de Dios es en el profeta mismo.
Los que escucharon los ejemplos de Jesús en este Evangelio y se enfurecieron, al parecer fue: porque no aceptaban, en primer lugar, que el hijo de un carpintero fuera el Mesías; porque se habían apropiado de Dios creyendo que su elección era por mérito propio, creando distinciones entre los hombres; porque veían en Jesús una amenaza contra sus seguridades como pueblo de la alianza; en fin, no estaban preparados, por haber endurecido el corazón, a abrir las puertas de la salvación a todos, a dejar a Dios ser libremente Dios, a escuchar las palabras de Jesús.
Hermanos, Dios nos recuerda en esta tercera semana del tiempo de Cuaresma, que hay que purificar la propia fe, dejando que Jesús tome las riendas de nuestra vida y escuchando la misión de profetas que quiere cumplir a través de nosotros. Para ello debemos permitirle a Él que nos indique nuestros egoísmos, pues muchísimas veces no nos importan aquellos que no pertenecen a nuestro grupo o círculo de conocidos, no nos interesa la guerra en otros países, el sufrimiento de los migrantes, la política de corrupción que impera basta que yo esté bien, los derechos humanos pisoteados, las obras de caridad y voluntariado que necesitan de nuestras manos, el matrimonio de mis vecinos o mis propios parientes que se está deshaciendo, el dolor de los oprimidos y enfermos, y un largo etcétera. Pidámosle a Cristo: Señor, purifícame, ábreme los ojos, los oídos y la boca para verte, escucharte y anunciarte sin temor.
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