¿Qué es la conversión? Es precisamente cambiar de dirección, tomar un nuevo rumbo. En la vida cristiana, convertirse a Dios comienza por escucharlo a Él, interesarnos en su voluntad. La conversión hunde sus raíces en ese momento de encuentro con Él, cuando al mirar su verdadero rostro quedamos fascinados, no lo conocíamos, se nos abren los ojos, y le abrimos las puertas a su presencia. La conversión es un largo proceso, inicia con ese momento especial de encuentro que no debe faltar en la vida de nadie, pero no termina nunca, sólo al morir.
Ninguno está exento de la lucha diaria contra el propio pecado. Por eso decíamos que la conversión no termina nunca. Haberlo visto a Él es el inicio del camino, no su conclusión. El esfuerzo será el de continuar mirándolo fijamente siempre, durante toda mi vida, y no perderlo nunca de vista. Cuando uno recibe esa luz de Dios y vemos su belleza y su verdad, también Él nos ilumina nuestro pecado, para que sepamos de qué debemos convertirnos y alejarnos, qué es eso que nos impedía mirarlo. Es imprescindible aceptar nuestra condición de hombres y mujeres pecadores en esta tierra, no obstante Él nos renueve con su gracia. Sí, Él nos salva y nos hace verdaderamente nuevas creaturas, ya no pertenecemos al mundo sino a Él, pero mientras estemos en esta tierra, esa belleza de nuestra naturaleza humana se verá amenazada por el pecado que nos deforma. Mucho tiempo se dijo que el cuerpo es pecaminoso, que sólo vale la pena el elemento espiritual, el alma. Creo que hoy, con la gracia de Dios, comprendemos que somos creaturas bellas, imagen y semejanza de Dios, tanto en el cuerpo como en el alma. Cada ser humano es cuerpo y alma, no o cuerpo o alma. No podemos ser almas puras solamente, pues ¿dónde quedaría este cuerpo que también Dios nos ha regalado? La misma Escritura desde su inicio nos dice que el pecado entró por la desobediencia, pero en Jesucristo esta naturaleza ha ido recreada. Con la salvación regalada por Dios a cada uno, hemos visto que todo en nosotros es bello, cuerpo y alma. Es el pecado el que todo lo deforma. Somos seres espirituales, con un cuerpo y un alma.
La primera lectura de hoy, tomada del libro del profeta Oseas, nos narra un momento donde Dios dice a su pueblo: “arrepiéntanse y acérquense al Señor para decirle: Perdona todas nuestras maldades, acepta nuestro arrepentimiento sincero, que solemnemente te prometemos… ya no confiaremos en nuestro ejército, ni volveremos a llamar “dios nuestro” a las obras de nuestras manos…” Las llamadas “obras de nuestras manos” son los ídolos que se han construido y han ocupado el lugar de Dios en sus vidas. El arrepentimiento y la conversión se viven abandonándolos, soltándolos, alejándolos de nuestras vidas, negándoles el corazón que les hemos entregado para poner toda nuestra esperanza sólo en Dios. Porque sí, somos nosotros quienes elegimos pecar.
El Evangelio nos muestra que hay que aprender a amar a Dios y al prójimo, es ese el camino que nos mantendrá con la mirada fija en Dios, son los mismos mandamientos de antiguo, pero ahora llevados a su plenitud: el amor. El escriba que se le acerca a Jesús y le pregunta cuál sea el mandamiento más importante lo aprende, pues repite la misma respuesta de Jesús y le da la razón. Démosle la razón a Jesús, confiemos en su enseñanza y como discípulos sigamos al Maestro, que conoce bien el camino que nos salva. Si estás cansado de luchar por ser fiel a Dios, enhorabuena, estás viviendo la conversión. Pide a Dios su gracia, su fortaleza, pues esa lucha agrada a Dios, y aunque te sientas a veces derrotado por volver a cometer el pecado que te habías esforzado en abandonar, confía en la misericordia de Dios y vuelve a levantarte .Paz y bien.
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Ninguno está exento de la lucha diaria contra el propio pecado. Por eso decíamos que la conversión no termina nunca. Haberlo visto a Él es el inicio del camino, no su conclusión. El esfuerzo será el de continuar mirándolo fijamente siempre, durante toda mi vida, y no perderlo nunca de vista. Cuando uno recibe esa luz de Dios y vemos su belleza y su verdad, también Él nos ilumina nuestro pecado, para que sepamos de qué debemos convertirnos y alejarnos, qué es eso que nos impedía mirarlo. Es imprescindible aceptar nuestra condición de hombres y mujeres pecadores en esta tierra, no obstante Él nos renueve con su gracia. Sí, Él nos salva y nos hace verdaderamente nuevas creaturas, ya no pertenecemos al mundo sino a Él, pero mientras estemos en esta tierra, esa belleza de nuestra naturaleza humana se verá amenazada por el pecado que nos deforma. Mucho tiempo se dijo que el cuerpo es pecaminoso, que sólo vale la pena el elemento espiritual, el alma. Creo que hoy, con la gracia de Dios, comprendemos que somos creaturas bellas, imagen y semejanza de Dios, tanto en el cuerpo como en el alma. Cada ser humano es cuerpo y alma, no o cuerpo o alma. No podemos ser almas puras solamente, pues ¿dónde quedaría este cuerpo que también Dios nos ha regalado? La misma Escritura desde su inicio nos dice que el pecado entró por la desobediencia, pero en Jesucristo esta naturaleza ha ido recreada. Con la salvación regalada por Dios a cada uno, hemos visto que todo en nosotros es bello, cuerpo y alma. Es el pecado el que todo lo deforma. Somos seres espirituales, con un cuerpo y un alma.
La primera lectura de hoy, tomada del libro del profeta Oseas, nos narra un momento donde Dios dice a su pueblo: “arrepiéntanse y acérquense al Señor para decirle: Perdona todas nuestras maldades, acepta nuestro arrepentimiento sincero, que solemnemente te prometemos… ya no confiaremos en nuestro ejército, ni volveremos a llamar “dios nuestro” a las obras de nuestras manos…” Las llamadas “obras de nuestras manos” son los ídolos que se han construido y han ocupado el lugar de Dios en sus vidas. El arrepentimiento y la conversión se viven abandonándolos, soltándolos, alejándolos de nuestras vidas, negándoles el corazón que les hemos entregado para poner toda nuestra esperanza sólo en Dios. Porque sí, somos nosotros quienes elegimos pecar.
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