viernes, 23 de febrero de 2018

Sean perfectos... - Evangelio del 24/02/2018 - Mt 5, 43-48


La alianza con Dios es un compromiso de ambas partes. Ser pueblo de Dios, pueblo de su propiedad, implica que yo le consagre a Él todo lo que soy, todos mis sueños, ilusiones, metas, proyectos, mis caminos, toda mi humanidad, mi cuerpo, mi espíritu, mis capacidades… todo.  Que yo esté consciente que sólo soy administrador de lo que hoy poseo, pues todo pertenece al verdadero dueño, Dios, y que debo tratarlo y cuidarlo según Él me lo vaya indicando. Cualquier acto distinto a su voluntad, es desobediencia y usurpación. Sí, así es la alianza, profunda. Dios también se compromete profundamente a sernos fiel, a protegernos, cuidarnos, guiarnos y salvarnos. Y hemos conocido el grado de fidelidad a su alianza cuando Dios Padre no nos ha negado a su propio Hijo. A la luz de la fidelidad de Dios, nuestra fidelidad se revela insuficiente. De hecho, en la alianza con Dios, todo es gracia.
A veces no queremos aceptar que, por el Bautismo que hemos recibido como un don, ya no nos pertenecemos, somos pueblo de Dios. Hoy, muchos dicen a Dios o a sus padres, por haberlos bautizado de pequeños: ¡a mí ni me preguntaron si quería! ¡yo no estaba consciente! y otras respuestas semejantes para renegar de tan santo sacramento. Al ser bautizados, Dios no nos quita la libertad, el libre albedrío, para elegir un camino distinto. El bautismo nos introduce en la vida de la gracia que no nos hace un mal, sino un bien. Siempre se puede decidir diversamente, Dios nunca nos quita la libertad. Pero ciertamente está deseoso y feliz de poder escuchar de labios de sus hijos un: ¡gracias por este don que, sin comprenderlo yo aún, me has reservado! Como todo buen padre o madre, Dios no se enoja porque se reniegue de Él. Más bien se entristece, pues abandonar sus caminos es abandonar la vida y elegir caminos peligrosos que llevan a la muerte.
Jesús, en el Evangelio de este día, nos dice que la alianza debe estar bien arraigada en el corazón, en lo más profundo de nosotros, para que sea verdadera y agradable a Él. Una alianza superficial es igual a hipocresía. Un compromiso a medias es igual a tibieza detestable. Sólo cuando hay verdadero amor hay total entrega, sin reservas. Muchos llegan a pensar: pues que Dios se contente con esto, porque ya le he dado mucho. ¡Qué equivocados estamos!
En el cumplimiento de su voluntad debemos buscar el máximo, no el mínimo. A veces, si podemos, buscamos saltar su ley, romperla, como lo hacemos con las leyes civiles. Alguien que en verdad quiera amar a Dios, no buscará hacerle caso en lo mínimo, sino en grado máximo. ¿Cómo es tu relación con Dios? ¿Sólo formal? ¿Busco darle el mínimo para que no diga nada, para que se conforme y esté contento y no me maldiga? Cuando uno se sabe correspondido en el amor de pareja, por ejemplo, no busca pasar el menor tiempo con esta, sino el máximo. Y las horas se pasan volando estando con la persona amada. Dios se espera un amor semejante: apasionado, entregado, fiel, perseverante, contra viento y marea. Por esto mismo Jesús nos dice que debemos tender a la perfección en el amor, en el cumplimiento de la nueva ley, ya que hemos sido rescatados y amados con infinito amor. El amor del Padre Dios por sus hijos es así, pleno y sin reservas, ama a los buenos como a las ovejas negras, se ocupa de los sanos como de los enfermos. En eso debemos buscar agradar máximamente a Dios, en el amor a los demás. No busques nada más. De nada serviría preparar una liturgia perfecta exteriormente en sus ritos, una gran misa solemne, si en el corazón de sus hijos hay lugar para el odio y el rencor, si separo en mi vida diaria a seres humanos en primera y segunda clase, en amigos y enemigos, en merecedores de mi amistad y no merecedores. Dios se espera de nosotros una justicia mayor que esta.

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