Las lecturas de este día nos hablan de la eficacia de la Palabra de Dios y de las palabras que nosotros debemos dirigir a Dios, nuestro Padre, en la oración.
La primera lectura compara la Palabra de Dios a la lluvia y a la nieve, que renuevan la tierra árida y desierta, produciendo algo nuevo, haciéndola germinar. La tierra árida es así, árida, porque le hace falta el agua, no porque no posea lo necesario para la vida. Así es la vida de los hombres: bella, llena de potencialidad para la vida, pero que sin agua, sin la intervención de Dios, quedará sin producir fruto. Dios ha dado al ser humano muchos talentos, muchos dones: su inteligencia, su creatividad, sus palabras, su cuerpo, sus manos y sobre todo su corazón capaz de amar. Todos conocemos personas que brillan por sus capacidades humanas y personas que parecieran ser menos agraciadas. Y seguramente conocemos casos donde personas sencillas logran hacer grandes cosas y vivir felices, mientras que las que parecieran tenerlo todo para ser completas, no lo son. Pensemos en un Francisco de Asís, en una Teresa de Calcuta, que muestran una sencillez extrema, una humildad y pobreza tales que nadie daría un centavo por imitarlos. ¿Cuál es la diferencia entre ellos? ¿Qué los hace distintos, felices, completos? ¿Cuál es el secreto? El secreto es que unos ponen al servicio de los demás lo que tienen, poco o mucho, y otros no.
Bien sabemos que la felicidad no está en poseerlo todo, en procurarse el máximo de cosas o de virtudes, sino en reconocer los dones que poseemos y, con ello, cumplir nuestra misión en esta tierra. No esperes a ser mejor para ponerte a caminar, no esperes a ser santo para ser agradable a Dios, no esperes las mejores condiciones para sentirte feliz. Muchas veces esto sucede porque nos comparamos con los demás, con los que consideramos personas buenas, haciendo de ellos ídolos de nuestras vidas. Una cosa es admirar a los demás y dar gloria a Dios por lo que hace en sus vidas, otra muy distinta creer que si no soy como ellos nunca podré ser feliz. ¡Tienes tanto en tus manos para ser inmensamente feliz! No mires lo que te ha hecho falta en tu vida o lo que no posees ahora creyendo que tu vida nunca estará completa. Cuando Dios se hace presente, nos da el inmenso don de una nueva vida, sin desechar lo pasado, más bien, renovándolo todo y, como la lluvia y la nieve, haciendo que esos desiertos produzcan toda clase de fruto. A lo mejor no has tenido una familia feliz sino todo lo contrario, a lo mejor hay situaciones dolorosas y terribles en tu vida, a lo mejor te hacen falta muchas cosas materiales. Permite a Dios y a su Palabra sanar, renovarlo todo, entrar en tu vida, y verás un parte aguas en ella. Por último, Jesús en el Evangelio nos enseña, con la oración del Padre nuestro, a hacer precisamente eso: buscar su reino, confiar en nuestro Padre lo que somos, pedir que se cumpla su voluntad y pedir lo que realmente necesito. Él ya lo sabe.
La primera lectura compara la Palabra de Dios a la lluvia y a la nieve, que renuevan la tierra árida y desierta, produciendo algo nuevo, haciéndola germinar. La tierra árida es así, árida, porque le hace falta el agua, no porque no posea lo necesario para la vida. Así es la vida de los hombres: bella, llena de potencialidad para la vida, pero que sin agua, sin la intervención de Dios, quedará sin producir fruto. Dios ha dado al ser humano muchos talentos, muchos dones: su inteligencia, su creatividad, sus palabras, su cuerpo, sus manos y sobre todo su corazón capaz de amar. Todos conocemos personas que brillan por sus capacidades humanas y personas que parecieran ser menos agraciadas. Y seguramente conocemos casos donde personas sencillas logran hacer grandes cosas y vivir felices, mientras que las que parecieran tenerlo todo para ser completas, no lo son. Pensemos en un Francisco de Asís, en una Teresa de Calcuta, que muestran una sencillez extrema, una humildad y pobreza tales que nadie daría un centavo por imitarlos. ¿Cuál es la diferencia entre ellos? ¿Qué los hace distintos, felices, completos? ¿Cuál es el secreto? El secreto es que unos ponen al servicio de los demás lo que tienen, poco o mucho, y otros no.
Bien sabemos que la felicidad no está en poseerlo todo, en procurarse el máximo de cosas o de virtudes, sino en reconocer los dones que poseemos y, con ello, cumplir nuestra misión en esta tierra. No esperes a ser mejor para ponerte a caminar, no esperes a ser santo para ser agradable a Dios, no esperes las mejores condiciones para sentirte feliz. Muchas veces esto sucede porque nos comparamos con los demás, con los que consideramos personas buenas, haciendo de ellos ídolos de nuestras vidas. Una cosa es admirar a los demás y dar gloria a Dios por lo que hace en sus vidas, otra muy distinta creer que si no soy como ellos nunca podré ser feliz. ¡Tienes tanto en tus manos para ser inmensamente feliz! No mires lo que te ha hecho falta en tu vida o lo que no posees ahora creyendo que tu vida nunca estará completa. Cuando Dios se hace presente, nos da el inmenso don de una nueva vida, sin desechar lo pasado, más bien, renovándolo todo y, como la lluvia y la nieve, haciendo que esos desiertos produzcan toda clase de fruto. A lo mejor no has tenido una familia feliz sino todo lo contrario, a lo mejor hay situaciones dolorosas y terribles en tu vida, a lo mejor te hacen falta muchas cosas materiales. Permite a Dios y a su Palabra sanar, renovarlo todo, entrar en tu vida, y verás un parte aguas en ella. Por último, Jesús en el Evangelio nos enseña, con la oración del Padre nuestro, a hacer precisamente eso: buscar su reino, confiar en nuestro Padre lo que somos, pedir que se cumpla su voluntad y pedir lo que realmente necesito. Él ya lo sabe.