viernes, 10 de agosto de 2018

¿Llenos o saciados? - Evangelio del 12/08/18 – Domingo XIX T. Ordinario – Jn. 6, 41-51


Seguimos adelante con el discurso del “pan de vida”. Hoy escuchamos que los oyentes de Jesús murmuran porque no entienden el mensaje de Jesús. Jesús les ha dicho “Yo soy el pan bajado del cielo”, y ellos no entienden, y se dicen: “¿No es éste Jesús, el hijo de José? ¿No conocemos a su padre y a su madre? ¿Cómo dice que ha bajado del cielo?” Si nos fijamos bien, no murmuran contra el hecho de que Jesús haya dicho que Dios pueda dar “un pan de vida”, sino que Él mismo sea el pan de vida, el alimento que ha bajado del cielo. El mismo pueblo hebreo ha tenido experiencia de ser alimentado por Dios con un pan. Podemos poner el ejemplo de la primera lectura, donde Dios alimenta a su profeta Elías, quien se siente abatido y cansado, y decide huir al desierto. Elías va al desierto, lugar bien conocido por los israelitas como el lugar donde Dios enamora a su pueblo, lo restaura, renueva la alianza. Y Dios le manda un ángel que le dice: “levántate y come”, y con ese alimento logra llegar al monte de Dios. O también podemos recordar el evento de la murmuración del pueblo contra Dios mientras Moisés los conducía por el desierto. Ahí Dios les da el maná para su supervivencia. 

Nuestra identidad hoy como cristianos, está en haber experimentado que Dios ha hecho lo mismo con nosotros: en nuestro abatimiento, en nuestra murmuración, nos ha tomado y nos ha alimentado con las Palabras de Jesús, regalándonos así el don de la vida del Dios eterno en nosotros. Nuestra identidad está en alimentar nuestra vida y esperanza con las palabras y promesas de Jesús, que ya se cumplen ahora y que veremos cumplidas en plenitud más adelante. En este aspecto, seguimos siendo el pueblo de Dios que está llamado a escuchar, creer y obedecer confiadamente: Shemá Israel. 

Sacramentalmente nos alimentamos del cuerpo y sangre de Jesús en la Eucaristía, pero no olvidemos que aquello que convierte el pan y el vino en el cuerpo y sangre de Jesús, lo que convierte el agua normal en agua que nos da la vida en el bautismo, lo que consagra una persona al Espíritu Santo en la confirmación o a un hombre en sacerdote, son las Palabras de Jesús, llenas de Espíritu Santo, mandadas por Dios Padre. Las Palabras tienen esta eficacia sobre las realidades en las cuales son invocadas, porque Jesús lo ha dicho, porque el Espíritu Santo actúa realmente hoy. No es equivocado decir que hemos nacido de la Palabra de Dios, al aceptar a Jesucristo en nuestra vida. ¿Qué palabra está alimentando hoy nuestra vida, nuestra esperanza y nuestra fe? ¿son las de Jesús? ¿Son las de la tele o las de los medios de comunicación? ¿Conozco a fondo el mensaje de Jesús, sus Palabras? Nosotros no somos una religión basada en un libro, como la Torá o el Corán, sino en una relación con Uno que Vive y nos habla directamente al corazón. ¿Cómo está nuestra relación con Jesús? ¿Le hablamos? ¿Le contamos lo que nos pasa? ¿Invocamos su Nombre, su presencia? ¿O simplemente rezamos fórmulas como pericos? ¿Hace cuánto que no te estás con Jesús a solas un buen y largo rato, disfrutando de su presencia y escuchando lo que Él quiere decirte? Si no recibimos este alimento, este pan de Vida, realmente podemos desfallecer en el camino y perdernos. Dios nos ofrece este Pan de vida, pero hay que buscarlo, reconocer que esta hambre que sentimos sólo puede ser saciada con este Pan y con ninguno más: “Abre tu boca, y yo la saciaré”.


Jesús les contesta a sus murmuradores diciéndoles: “No murmuren. Nadie puede venir a mí si no lo atrae el Padre que me ha enviado. Y yo lo resucitaré el último día”. “Todo el que escucha lo que dice el Padre y aprende, viene a mí. No es que nadie haya visto al Padre, a no ser el que procede de Dios; ése ha visto al Padre”. Existe una obra, la del Espíritu Santo, que está presente en todos los hombres, creyentes o no, la cual prepara el corazón del hombre a recibir este Pan de vida. Cuando un hombre o mujer, doctor, cura o científico, homosexual o divorciado, abortista o asesino, entrevén el camino de la verdad y del amor, de la misericordia y del perdón como el verdadero camino, ahí el Espíritu Santo ya está trabajando, guiando a cada uno para que puedan conocer y abrazar al Hijo de Dios plenamente. En primer lugar, es necesario buscar la verdad sinceramente, reconocer que no la poseemos, estar dispuestos a renunciar a los egoísmos, ideologías y engaños del mundo para ser atraídos por el Padre y comenzar a habitar en la luz que es Jesucristo.

A lo mejor te sorprende lo que he dicho apenas, acerca de que en cualquier persona el Espíritu Santo obra. ¿A caso Jesús no vino por los enfermos más que por los sanos? ¿A caso no hay más fiesta en el cielo por un pecador que se arrepiente que por mil justos? ¿A caso nuestro Buen Pastor no deja las 99 con tal de encontrar la oveja que se había perdido? No lo digo yo. Es la Palabra de vida que nos lo dice a cada uno: Yo amo a los pecadores, y deseo darles vida, sacarlos de la oscuridad en que viven, arrancar de ellos el pecado que los destruye, confunde y daña. Nos lo dice en la segunda lectura de este domingo: “Desterrad de cada uno la amargura, la ira, los enfados e insultos y toda la maldad. Sed buenos, comprensivos, perdonándoos unos a otros como Dios los ha perdonado en Cristo”. Para el pecador siempre hay remedio en esta vida, para la necedad y obstinación no. ¿Y quién de nosotros no necesita redoblar esfuerzos o una segunda oportunidad para permanecer en el camino de Dios siendo imitadores de Jesucristo, como hijos queridos?

En fin, en este domingo quiero compartirte este sencillo mensaje: hay alimentos, palabras, que no quitan el hambre, ideologías que sólo nos dividen entre nosotros y provocan violencia y muerte, estilos de vida que, aunque parezcan muy llamativos y gratificantes, en realidad sólo manifiestan el vacío que no logramos llenar con nada. Como lo vemos cada día. Pero existe también un alimento, una Palabra, que puede cambiarnos totalmente, saciar por completo nuestra hambre y darnos suficientes fuerzas y esperanza para construir el reino de Dios en el mundo. Lo que Jesús proclama de sí mismo es difícil de entender sólo con la razón, y por ello no hay argumentos silogísticos con los cuales podamos convencer a los que aún no lo aceptan en su vida. Y ni siquiera estamos llamados a ello. Jesús nos invita a tener en nosotros mismos una fuerte experiencia de su presencia, de su Espíritu, de su misericordia, de conversión, a vivir estrechamente unidos a Él. Sólo así, los demás nos verán saciados de este otro Pan, el verdadero, y comenzarán a buscarlo y a sentir hambre de Él. Paz y Bien.

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